domingo, 16 de noviembre de 2014

Christchurch

Estamos a punto de irnos a Australia. Nueva Zelanda quedará como un capítulo cerrado del pasado del que podremos hablar como una experiencia que nos sirvió para crecer, no sólo como personas individuales sino también, cómo no, como amigxs y como pareja.
Estoy contenta de que el tiempo aquí esté llegando a su fin y eso no quiere decir que no haya sido un buen tiempo. Pero ya toca empezar a hacer otras cosas.
El segundo wwoofing está yendo muy bien. Hemos acertado de pleno con el lugar. Se trata de una casa en las afueras de Christchurch donde viven Robert y Peter, una pareja que debe andar por la cincuentena y que necesitan ayuda con una huerta que llevan manejando desde hace cinco años. Se compraron un terreno a un kilómetro de su casa y en vez de construir en él, como hizo la mayoría de la gente, ellos lo aprovecharon para plantar buena parte de las frutas y verduras que ahora comen. Es un sitio muy agradable y el trabajo, además de fácil y entretenido, no pasa nunca de las dos horas y pico. El primer día sí trabajamos algo más de tres horas, pero el resto de días hemos trabajado una media de dos horas. Las labores que se nos han encomendado van desde plantar o quitar malas hierbas hasta colocar palos y cuerdas que servirán para atar las plantas cuando vayan creciendo, pasando por pintar una valla o colocar alfombras en las partes del suelo donde no hay nada plantado para evitar que crezcan plantas no deseadas. 
Agradable. 
A cambio, ellos nos dan casa y comida. La habitación es pequeñita, pero más que suficiente. La cama es comodísima y el baño tiene cisterna y huele bien. Después del camping, casi lloro cuando llegué aquí. 
Como trabajamos por las mañanas, luego tenemos todo el día para hacer lo que queramos. Nos dejan bicicletas y con ellas nos movemos por Christchurch, una ciudad completamente devastada aún hoy por los terremotos que hubo hace cuatro años. Es increíble...Da bastante pena. La primera visión que tuvimos de la ciudad fue cuando devolvimos la campervan y vinimos al centro a coger el autobús para Little River, el lugar del camping. Como nos sobraba una hora y pico, pudimos dar una vuelta y vimos la plaza de la catedral, de la que queda nada más que la mitad. La verdad es que impresiona. Pero después, cuando hemos podido ir viendo más partes de la ciudad, especialmente todo el centro (los aledaños a la plaza de la catedral), hemos comprobado que los daños fueron considerables...
Hubo dos grandes terremotos separados por pocos meses entre ellos, pero además ha habido réplicas que, al parecer, duran aún hasta hoy. Sin embargo, afortunadamente, nosotrxs no hemos vivido nada digno de ser mentado. 
La ciudad, en buena parte porque está llena de obras, de edificios a medio derribar y de conos naranjas, es bastante desagradable. Pero a su vez tiene cierto encanto. A mí, para ser sincera, me deprime bastante. De todos modos, tengo la impresión de que no fue nunca una ciudad bonita a pesar de que en el centro hay unos cuantos edificios (o lo que queda de ellos) del siglo XIX que son muy bonitos. En general, las grandes ciudades de la isla sur tienen una arquitectura que deja entrever más historia que la isla norte. La distribución, a pesar de que entiendo que ahora es más caótica a consecuencia del terremoto, es extraña. No termino de entenderla...Nos perdemos con bastante frecuencia y Miguel ha perdido su capacidad de orientación. Cosas raras. Nos despista. 
El caso es que estamos bien, satisfechxs de habernos decantado por este wwoofing, y por otro lado deseando acabarlo para que empiece la auténtica aventura. 
Las crónicas desde las antípodas de Madrid están llegando a su fin...

domingo, 9 de noviembre de 2014

Primer WWOOFing

La idea del WWOOFing es buena: trabajar a cambio de alojamiento y, dependiendo del lugar, también de comida. WWOOF significa World Wide Opportunities On Organic Farms, así que esto deja claro que la idea surgió, en principio, ligada sólo al trabajo como voluntaria en granjas. Pero hoy se ha ido extendiendo y ha alcanzado otro tipo de lugares, siempre en el campo o la naturaleza (campings, huertas...). 
Miguel y yo estamos trabajando a cambio de alojamiento en un camping a cinco kilómetros de un pueblito que se llama Little River, en la península de Banks, un lugar precioso a pocos kilómetros de Christchurch. 
El lugar es idílico y nuestro trabajo, a pesar de que al principio nos pareció asqueroso, no es muy duro. Se supone que tenemos que trabajar unas tres horas al día, pero al final están siendo menos todos los días. Digo que al principio pareció asqueroso porque incluye limpiar los baños, que no son más que un profundo y aparentemente eterno pozo de caca. Dicho de otro modo, los retretes descansan sobre un gran agujero en el suelo donde van a parar toda la mierda y el pis. Por lo demás, todo bien. Ahora que ya nos quedan sólo dos días para irnos es cuando estamos cogiéndole el tranquillo, como diría mi abuela, a eso de cagar con ese olor de ambientación. Las duchas funcionan bien, el sitio es precioso y nadie nos controla. Tal cual. El dueño del camping se ha pirado por ahí a celebrar el cumpleaños de su novia y no va a aparecer hasta mañana lunes, desde el viernes que se marchó. Pensando que nuestro primer día de trabajo fue el jueves (a pesar de que habíamos llegado el miércoles por la tarde) y teniendo en cuenta que nos vamos el martes por la mañana, creo que sobra decir que apenas nos ha visto manos a la obra...Ha dejado a un amigo suyo a cargo del camping, y el amigo (Pete, un sonriente kiwi hijo de alemana y alemán) es tan majo que sólo nos dice que hagamos lo que creamos oportuno, que no nos agobiemos con lo de las tres horas porque no son muy exigentes y poco más. Órdenes, ninguna. Buen rollo, todo. 
Como decía, llegamos el miércoles por la tarde después de haber visitado Akaroa, el pueblo más grande e importante de la península de Banks. Nos resultó muy agradable. Es un pequeño pueblo al borde del mar, en una bahía preciosa. Está a 82 km de Christchurch y a unos 28 de Little River, donde nos encontramos nosotrxs ahora. No sólo el pueblo es bonito, también lo es el camino hasta él. Lo más curioso de Akaroa es que fue una colonia francesa y por eso aún hoy tiene calles con nombres en francés y una clara influencia colonial francesa, sobre todo en algunos edificios.
Teníamos que devolver el coche el jueves, pero se nos ocurrió venir aquí el miércoles para deshacernos de todo el equipaje y evitar así el viaje desde Christchurch hasta aquí cargadxs hasta las cejas. Viniendo desde el sur, no nos desviábamos demasiado si pasábamos por aquí primero y parecía una buena idea de cara a hacer el viaje más livianamente. El tipo no nos puso ningún problema y nos plantamos el miércoles a eso de las cinco de la tarde. A pesar de que su propuesta no incluía comida a cambio de nuestro trabajo y aunque ese día no habíamos trabajado, nos invitaron a cenar a su casa un guiso vegano que habría estado buenísimo si no llega a ser porque se olvidó de apagar el fuego a tiempo...
Marcus, el dueño del camping, es un hippie de 45 años, vegano con rastas, simpático, pero pasota. Su pareja, Megan, trabaja en una galería de arte en Little River. La galería es surrealista. En medio de un pueblo de cinco casas alejado de la civilización lo suficiente como para que resulte chocante, venden obras de arte carísimas en un espacio bastante pijo y bien montado. Lo más divertido del asunto es que, además de galería de arte, también es tienda y cafetería. Tres en uno. Lo que digo: surrealista. 
Esa tarde cenamos con ellxs y con los otros dos wwoofers, un alemán que se fue a los dos días y un francés que sigue por aquí caminando como alma en pena. 
Las dos primeras noches las pasamos en una cabina bastante cuqui, con sus enchufes y electricidad, pero las dos segundas, porque ésta estaba reservada, las hemos pasado en una cabaña en medio del bosque que no tiene electricidad. Suena muy bien, y al final no ha sido una mala experiencia (qué romántica la iluminación a base de velas...), pero hemos pasado un frío indescriptible. La primera noche yo me desperté cuarenta veces tiritando y ambas noches he dormido tan pegada a Miguel que se me ha dormido un brazo por la falta de circulación. No es ni una forma de hablar ni una exageración, es literal. 
Hoy nos hemos trasladado de nuevo a una cabina de las que no dan miedo y tienen electricidad. Más alejada del río, y con un radiador, parece muuuucho más acogedora que la del monte. De todos modos, ayer hizo bueno todo el día. Sin pasar de 15 grados, como hizo sol se estaba muy bien. Hoy vamos a llegar a los 20 grados y luce un sol estupendo. Ayer por la noche casi lloré de la emoción al pensar que había sido el primer día soleado desde la mañana hasta el atardecer. Una experiencia sublime. No puede haber nada más placentero en esta vida que el sol...Yo debería haber nacido en el Caribe, joder. 
Ayer por la tarde, aprovechando el buen tiempo, y llevadxs por la necesidad de comprar cervezas (calculamos mal en la compra inicial) y agua (aquí no se puede beber y somos tan vagxs que nos da pereza hervirla), nos fuimos al pueblo en bici. El día anterior ya había ido yo sola a comprar una botella de agua, pero ayer fuimos juntxs. La ida fue bien, porque hay alguna que otra cuesta abajo, pero la vuelta costó más. De todos modos, fue un paseo muy agradable y nos sirvió para intimar con las vacas vecinas, que luego resultaron tener pene, lo que invalidaba la posibilidad de que fueran vacas. Hoy he estado leyendo sobre toros, cabestros y bueyes y estoy mucho más enterada. Aprovechado la visita al pueblo, ambxs visitamos los baños de la información turística (sigo alucinando con la capacidad que tienen en este país para plantar informaciones turísticas por todas partes). Las cisternas me emocionan. 
Si no mencioné esto en la entrada sobre nuestro viaje por la isla sur, ahora he de decir que el Estado neozelandés debe invertir la mitad de lo que recauda en instalar baños everywhere. Vayas donde vayas, allí habrá uno. Si es en el medio del campo, ya sabemos que no podrás tirar de la cadena y necesitarás taparte la nariz en más de uno, pero si es en cualquier población, normalmente están limpios y son muy cómodos. Qué agradable es ir usando baños públicos por el mundo cada vez con menos pudor...
Después de haber hecho hincapié en mis necesidades fisiológicas y en cómo lidio con ellas, creo que puedo dar por concluida esta entrada. 
Pronto escribiré de nuevo con noticias sobre el lugar donde haremos nuestro segundo wwoofing, una huerta a las afueras de Christchurch.
Sigo echándoos de menos. 

sábado, 8 de noviembre de 2014

Viajando por la isla sur

Como si la vida fuera una rueda que gira sobre sí misma, me hallo despierta desde las seis de la mañana, en pie a las siete, igual que me pasaba cuando llegué a New Zealand, hace ya casi un año. Entonces era por el jet lag (qué rabia me dan estos términos ingleses de los que nos hemos apropiado como si el español no fuera una lengua riquísima y capaz de expresar prácticamente todo -al menos todo lo no concerniente a nuestro mundo interior-) y, en realidad, supongo que por los nervios, el descoloque a todos los niveles, la impaciencia y hasta el miedo. Recuerdo esos primeros días en este país con una especie de ternura hacia la Míriam que fui y que vivía aquello totalmente ajena a la Míriam que hoy escribe. 
Pero me voy de tema. 
Hoy quiero intentar empezar la crónica de nuestras andanzas por la isla sur y no parece una tarea fácil. Después de más de 3.500 kilómetros (en la isla norte no llegamos a hacer mil, lo que hace un total de más de 4.500 kilómetros desde aquel día en el que salimos de Auckland -quién sabe si por última vez en nuestras vidas-), se me antoja complicado tratar de hacer un buen resumen. Es obvio que no pretendo hacer una crónica al detalle porque eso, tras haber visto decenas de sitios y haber vivido centenas de acontecimientos...no parece posible. Pero me gustaría, para recordarlo bien cuando los días, los meses y los años pasen y cuando detrás de mí queden los viajes por muchos otros sitios, quedarme con un balance general y con un compendio de las anécdotas más importantes.
Esta vez, en contra de lo que hice en Tonga, no he tomado una sola nota. No tenía ni tiempo, ni ganas, ni lugar. 
Ahora me parece casi imposible empezar a relatar el viaje desde su comienzo. El sinfín de recuerdos y pensamientos se me presenta como un torbellino que no se deja ordenar, así que no intentaré ir de lo primero a lo último, sino que simplemente me dejaré llevar y delegaré en el azar el acierto de mis palabras. No sé si habrá hilo conductor, serán mis recuerdos. Escribir es recordar, así que supongo que todo saldrá más o menos bien. 
Después de estos dieciséis días, la sensación que tengo es la de que de la isla sur han hecho una especie de parque temático, probablemente sin quererlo. Miguel usó esa expresión un día y me gustó mucho, me pareció muy acertada. Al hablar de parque temático me refiero a un lugar donde todo está pensado y organizado para disfrute del/a espectador/a o viajante. Eso no tiene por qué ser malo, no. Pero es verdad que es extraño encontrarse con esa especie de orden en el desorden que debería ser un viaje por la naturaleza, La naturaleza en sí misma es orden, nunca caos. Pero que nuestros pasos por ella puedan estar perfectamente ordenados, y además ordenados por otras personas, es extraño.
Supongo que la idea de Nueva Zelanda ha sido convertir el campo, con sus montañas, sus pájaros y sus ríos en un lugar donde sentirse tranquila y eso es, a mi modo de ver, algo raro. 
La cuestión es que hemos visto sitios alucinantes...probablemente los sitios más bonitos que he visto en mi vida. Ignorando la cantidad ingente de vehículos de alquiler (especialmente campervans, caravanas y demás sucedáneos de cuatro ruedas donde vivir y dormir), el mundo parecía estar a nuestros pies. 
La sensación de parque temático se veía aumentada por la impresión de que aquí no vive nadie, sólo están/estamos de paso, viajando y conociendo. La proporción de vehículos de alquiler con respecto a coches de lugareñas y lugareños es, sin miedo a exagerar, como de 20 a 1. Y eso da para pensar. 
Cuando llegamos a Christchurch en avión desde la isla norte (Wellington), leí en algún lugar del aeropuerto algo así como que la superficie de la isla sur es un 33% más grande que la de su hermana del norte, pero tiene como como cuatro veces menos habitantes. Esos datos, que espero no haber manipulado por un mal recuerdo, dan una buena idea de la soledad de esta maravillosa isla. 
La cantidad de lagos, montañas, ríos y cascadas que hemos visto llegó a llevarnos al punto de sentir que (a mi parecer, mucho más Miguel que yo) habíamos perdido la capacidad de sorprendernos. Los sitios que al principio nos maravillaban y extasiaban, al final seguían dejándonos con la boca abierta, pero ya no como si fuera lo más alucinante que habíamos visto en nuestras vidas, Supongo que a todo se acostumbra una...De cualquier modo, Miguel no dejó de soltar "guaus" y "ualas" en ningún momento. Es literal.
Más allá de la comparación de la isla con un parque temático, quiero recalcar y recalco que es un paraíso en la tierra. Mención especial merecen sus pájaros. Si Nueva Zelanda ha de ser recordada por un sonido, ese será el de su fauna voladora. Maravilloso. Increíble. Desde el peculiar y reconocible canto del tui, un pájaro endémico del país, hasta un sinfín de primos hermanos cuyos nombres no conozco. Sonidos geniales. Pero la fauna con alas no tiene por qué cantar celestialmente para que sienta que jamás los olvidaré. Los pukekos y los wekas, unos simpáticos pájaros que no vuelan, pero que son demasiado divertidos como para ser ignorados, se han ganado un lugar en mi corazón. 
La cantidad de vacas y ovejas que hay en este país es algo que tampoco olvidaré nunca aunque, para ser completamente realista, quizá debería referirme a la cantidad de vacas y ovejas visibles que hay aquí...y con ello me refiero a que, pensando en el número de estos animales que se mueven por los pastos, y teniendo en cuenta lxs habitantes que tiene el país, en otros países como España no quiero imaginarme el ingente número que debe sufrir bajo techo para alimentar panzas de mentes que no se lo plantean. Pero esto no es una disertación sobre el veganismo y no quiero amargar(me) pensando en ello ahora. Sólo quiero hacer hincapié en que llama poderosamente la atención el número de vacas y ovejas. Dejémoslo ahí. Entrando en el capítulo de anécdotas, no puedo dejar de recordar lo que nos pasó ayer (esto no tiene orden, lo avisé). Perdidxs en una carretera cualquiera, nos paramos al lado de unas vacas que pastaban a su ritmo ignorando nuestro coche naranja. El caso es que llevábamos música puesta (los Doors, para más datos) y, de pronto, empezaron a acercarse las que teníamos más próximas y se pusieron en fila, con sus cabezas hacia la carretera, interesadas en nosotrxs o en lo que sucedía en el interior del coche. Miguel subió la música a todo lo que daba y...oh, sorpresa, empezaron a venir más y más. La estampa era digna de una foto, pero llegó un momento en que eran tantas que una foto no habría hecho justicia a lo que veíamos. No habrían cabido ni en una panorámica. Llegó un momento en que toda la valla tenía vacas puestas las unas junto a las otras con sus cabezas hacia la carretera, mirándonos fijamente con esos ojos que denotan inteligencia y alucinando con la música. Fue una experiencia muy grande, de verdad. Y sí, me dio mucho pena pensar que son seres que sienten, que tienen intereses y deseos y que estaban ahí, con una raya roja unas, otras azul, marcada en sus lomos. No sabremos qué indicaba cada marca. Pero que no, que esto no va de veganismo ni de derechos animales, ya lo sé. 
Nueva Zelanda entera es maravillosa. Es un país precioso, qué duda cabe. Pero es obvio que ha habido sitios que me han cautivado especialmente. No descartaría la posibilidad de haberme visto especialmente fascinada en los comienzos del viaje, llegando a sentir al final que todo era tan increíble que no sería justo recordar los nombres de unos lugares en detrimento de otros. Pero no puedo evitar recordar con especial vehemencia algunos...Como he decidido no llevar un orden (bueno, vale, sí, más que una decisión es que no puedo hacerlo de otro modo), creo que puede ser mágico y muy bonito dejar que los nombres broten de mis entrañas. Y el primer lugar que me viene a la mente al pensar en no pensar es Kaikoura, una población ubicada en la región de Canterbury, a unos 180 km de la gran Christchurch. Ese sitio era especial de verdad. Una playa rodeada de imponentes montañas nevadas no puede dejar indiferente a nadie. No olvidaré nunca el sonido que las olas retirándose producían al mover las piedras de la playa...¡Qué gustito daba! La vida son sonidos, al menos para mí. No sé en qué lugar dejará esta afirmación a las personas que no pueden oír, pero yo (quizá también asustada por mi deteriorado sentido auditivo) adoro y admiro éste quizá por encima de otros. No lo sé. El caso es que ese sonido de piedras desplazándose por el movimiento del agua tenía un atractivo importante. Me motivó (nos motivó) muchísimo. 
Ese pueblo es uno de los pocos lugares del país donde pueden avistarse ballenas, pero el día que llegamos era ya demasiado tarde, así que decidimos quedarnos a pasar la noche allí para gastarnos la fortuna que valía montarse en el (puto) barquito porque nos parecía una experiencia que merecería la pena. Además, nos habíamos quedado con la espinita clavada en Tonga, donde también pueden verse ballenas a bordo de pequeños cruceros, pero donde nosotrxs no lo hicimos, primero porque nos pareció muy caro y después (decididxs a pagar lo que valía) porque no había hueco. Todo estaba reservado. Pues debe ser que el destino ha decidido que no veamos ballenas. O quizá es simplemente que la mujer de la información turística era una perfecta inútil. La tarde que llegamos nos dijo que ya hasta la mañana siguiente nada. Pero no nos avisó de la necesidad de ser puntuales en la mañana para no quedarnos fuera. Así que cuando llegamos allí a eso de las diez de la mañana del día siguiente, nos dijo que ya no había plazas. Sentí deseos de matarla porque el día anterior había hecho amago de hacer nuestra reserva (llamó a la empresa, pero no le respondieron la llamada). Pero como matar es malo, me tuve que quedar con las ganas. Después de mucho pensar, decidimos que quedarnos un día más allí nos retrasaba demasiado, así que nos marchamos sin ver ballenas y sin matar a nadie. He decidido intentar volver durante los días que pasaremos en Christchurch haciendo nuestro segundo wwoofing. Como dan días libres, creo que me iré muy temprano por la mañana en un autobús, haré el crucerito y volveré por la tarde a Cristoiglesia.
Pero no es Kaikoura el único nombre que resuena en mi cabeza con fuerza cuando pienso en la isla sur...Tengo que hablar también de Takaka y del French Pass. 
Takaka es un pueblo cerca del parque de Abel Tasman, un parque nacional que bien merece ser mencionado. Lo bueno de Takaka es que llegamos allí de casualidad, en gran medida por la inutilidad de este país a la hora de ayudar con indicaciones sobre sus caminos campestres. Buscábamos un buen acceso al Abel Tasman National Park y dejamos atrás el pueblo por el que más gente entra porque no nos quedaba claro cómo llegar desde allí a los lugares que queríamos visitar. Haciendo kilómetros y pensando que eran a lo tonto, fuimos bordeando todo el parque hasta llegar a Takaka. Pensamos que habíamos perdido el tiempo (tendríamos que deshacer nuestros pasos para irnos porque no había más carretera que la que habíamos usado para llegar) y que no había sido realmente necesario hasta que vimos el pueblo...No sabría bien cómo describir la paz que nos produjo. Era un sitio dulce, precioso, con casas de cuento y un estanque con patas y sus patitos. Beautiful, beautiful. No lo olvidaremos, estoy segura.
El French Pass es, sin duda alguna, otro lugar mágico y especial. Sin exagerar, es uno de los sitios más jodidamente alucinantes que he visto y vivido y respirado y olido en mi vida. Es un tramo estrecho y peligroso de agua que separa la isla D'Urville, en el extremo norte de la isla, de la costa continental. En un extremo está la bahía de Tasmania y en el otro, el Pelorus Sound, que lleva al estrecho de Cook. He leído por ahí que cuando se producen cambios de marea, la corriente puede ser suficientemente fuerte como para aturdir a los peces. Pero más allá de anécdotas y curiosidades o de datos técnicos o geográficos, de verdad, tengo que encogerme de gusto al recordar ese lugar...
Recorrimos 22 km de carretera de piedras (sí, esa es la peor parte de la historia; recuerdo que me puse un poco nerviosa pensando que nuestro coche no tenía pinta de estar preparado para ello, pero...la vida está para vivirla. No quiero adelantar acontecimientos, pero sí, el coche nos la jugó más de una vez) con unos acantilados alucinantes. Prados de ese verde intenso que sólo New Zealand puede ofrecer, ovejas everywhere y el mar, en toda su plenitud, abajo. El cielo, el sol, Miguel y yo. Nada ni nadie más. Excelvilloso. Estupendástico. Un lugar de ensueño. No sé si puedo describirlo bien, pero sé que mis palabras pueden evocar lo que sentí. Qué preciosidad...
A propósito de la soledad del lugar, creo que es importante recordar que, a pesar de que he hecho mención al aluvión de turistas que recibe el país, sin embargo nunca se tiene la sensación de que sobre gente. No sé si me explico...Es curioso sentir que, vayas donde vayas, al final de ese camino de mala muerte siempre hay alguien esperando. Pero no es más que un coche. O dos. Tres a lo sumo. Con gente discreta en su interior que pasa desapercibida. Es curioso también, por ejemplo, recorrer infinitos kilómetros en el medio de la nada y, a veces, al alcanzar el destino, ver que hay bastantes coches. Es curioso en la medida en que no te has cruzado con nadie en todo el camino y llegas a pensar que igual el resto de coches no han aparcado sino que han aterrizado. Nunca agobia la gente a pesar de que sientes que la hay. Pero claro, quizá es diferente en verano...No lo sabremos. 
Y como parece que estoy sembrada hilando temas, a este respecto diré que lo bueno de la época del año ha sido tener la certeza de que ahora hay menos humanos, pero lo malo ha sido el tiempo...No obstante, faltaría a la verdad si dijera sólo "lo malo" y me quedara tan ancha. No sería justo. Digo "lo malo" porque es un hecho que hace frío y que llueve demasiado. Pero con todo y con eso, tengo que reconocer que hemos tenido suerte porque el frío, y sobre todo la (jodida) lluvia no nos han estropeado ningún día importante. Al final, el país de los kiwis, pájaro al que no hice referencia en el apartado de pájaros porque Miguel y yo empezamos a creer que son una leyenda campestre, se ha portado. Ha llovido justo cuando menos importaba. Nunca se vio truncada una excursión importante por su culpa. Los días que nos encontrábamos en sitios clave ante visitas clave, el tiempo nos dio una tregua. Lucky us. El frío ha sido otro tema...La idílica idea de permanecer un tiempito indeterminado, sin prisa, en algún lugar, sí se vio truncada por el (jodido) frío. Teníamos el deseo de quedarnos en algún sitio bonito, pero al final, anhelándolo y huyendo del (jodido) frío, eso nunca sucedió. La sensación de haber huido de él es inevitable. Lo hemos hecho o al menos lo hemos intentado. Porque allá donde llegábamos nos esperaba de nuevo...Sin embargo, exageraría si no dijera que también hemos visto el sol...¡y hasta hemos estado en manga corta!
De cualquier modo, como idealizar es estúpido y no quiero dar una imagen que no se corresponda con la realidad (parece que todo ha sido chachiguay porque todo era preciosoestupendo), tengo que reconocer que me ha faltado eso: tiempo para quedarme en el mismo sitio, habiéndolo visitado y visto ya, para escribir, leer o tirarme a la bartola. Hemos ido a toda leche de un sitio a otro (bueno, tampoco tanto, que cuando me pongo a exagerar no hay quien me gane) y al final, claro, nos sobró como día y medio. Fue gracioso andar vagabundeando porque ya lo habíamos visto "todo" (permítaseme la licencia; ya sé que nadie ha visto todo...) Dio gustito sentir que ya estaba todo hecho. Hemos intentado no ser lxs típicxs turistas que sienten que han de cumplir con un calendario y con una lista de sitios imperdibles (que no te puedes perder), pero al final supongo que todo el mundo peca un poco de eso y es como..."¿pero cómo no voy a ver X?". Anyway, nosotrxs no hemos visto el Mount Cook. Ala. Ya lo he dicho. Hemos pasado de uno de los must do de New Zealand. A la mierda. Somos unxs jipis que no siguen el orden establecido. Todo el mundo va al monte Cook, pero Miguel y yo no. ¿Qué pasa?
Los más de 800 dólares en gasolina (mucho más de lo que planteaba nuestro ingenuo presupuesto inicial), la mala previsión del tiempo para el último día -que era el día que podríamos habernos planteado el Mount Cook-, lo lejos que nos pillaba y lo mucho que nos desviaba de nuestro camino y hasta la cierta hartura de montes y lagos nos hicieron pasar de esa visita casi obligatoria. Es nuestro modo de hacer la revolución...¡ja! Es un atrevimiento, una osadía. Habrá quien piense que nos volvimos locxs (quizá los vientos de este país -putos vientos- nos han vuelto majaretas). Pero ya está. Qué le vamos a hacer...También cabe la posibilidad de hacerlo durante los días en Christchurch, pero sí, ya estoy haciendo demasiados planes, I know.
Milford Sound es otro de los lugares que cortan el aliento. Piopiotahi en maorí (por cierto, sí, parece verdad que hay menos maoríes en la isla sur) es un fiordo situado al suroeste de la isla que nos ocupa. Quizá es el sitio más famoso para lxs turistas y tienen un circo montao de agárrateynotemenees, pero como no es la época fuerte para el turismo, la sensación que daba la estación de barcos era la de un lugar fantasma. No quiero ni imaginarme cómo se pondrá eso en verano, pero la hilera interminable de retretes y lavabos del baño me hace suponer que debe ponerse a reventar. El caso es que durante nuestra visita apenas había gente y el embarcadero con doce muelles parecía una exageración grotesca. Hay como seis compañías diferentes ofreciendo cruceros y algunas tienen barcos de un tamaño que asusta. Pero nosotrxs nos decantamos por una pequeña compañía con un barquito muy cuqui donde sólo fuimos a bordo una familia india muy pesada que no paraba de comer, hablar, hacerse fotos y ponerse en medio, una chica de Israel, Miguel, el capitán, la ayudanta y yo. Muy familiar todo. He leído por ahí que Rudyard Kipling (El libro de la selva) dijo que Milford Sound era la octava maravilla del mundo. Este imponente fiordo está dentro del Fiorland National Park, que a su vez está dentro de Te Wahipounamu, declarado Patrimonio de la Humanidad. 
Milford Sound se extiende quince kilómetros tierra adentro desde el mar de Tasmania y está rodeado de rocas escarpadas que alcanzan más de 1200 metros de altura por cada lado. Para que se me entienda, es como si un pasillo de quince km de agua del mar se metiera entre rocas hasta la tierra. Muy flipante. Hay focas, delfines y pingüinos, pero nosotrxs sólo vimos ejemplares (¡muchos!) de las primeras. Olvidé hacer mención (no sé cómo pude) a las focas que vimos en Kaikoura. Esto es lo que tiene no llevar un guión preestablecido. Pero lo añado ahora. En vez de irme a buscar dónde hablé de Kaikoura, lo cuento ahora por vaguería. Increíble, tierno y dulce. Hemos visto focas y leones marinos en libertad en múltiples ocasiones, pero la de Kaikoura fue la más especial porque estaban a escasos metros (y podían haber sido menos, pero decidimos respetar las indicaciones de no acercarse demasiado). Qué bichitos tan tiernos...Con sus bigotillos y sus caritas me recordaron a Trufi, a la que voy a abrazar hasta la asfixia el día que pueda reencontrarme con ella.
En la lista de anécdotas que reseñar están los diferentes capítulos del coche barato y las aventuras para dormir. Para empezar, he de decir que era un coche habilitado para dormir, lo que significa que la parte de atrás venía con un tablón de madera con un colchón encima y, doblando y girando los asientos de detrás, había espacio suficiente para añadir una tabla extra donde poner a su vez un colchoncillo extra que hacía que el primero llegara a tener el largo de una persona. A priori no tenía pinta de ser muy cómodo, pero lo era. No dormimos mal. Y a pesar del frío, las noches ahí, bien tapadxs no sólo con el edredón que nos dieron sino también con una de las mantas que (en un alarde de inteligencia) decidimos trasladar desde casa hasta esta isla, no fueron un horror ni mucho menos. Yo me desperté con frescor un día, no más. Así que...not too bad.
El coche venía también equipado con un camping gas (oye, qué cosa más práctica...¿cómo no sabía yo lo bien que eso funciona?) y con platos, tazas, cubiertos, una sartén y una olla...vamos, muy apañao todo. Por tener, tenía hasta un pelapatatas y unas pinzas de las que se pueden usar, por ejemplo, para servir espaguetis. Estaba muy bien. Todo era viejo y cutrecillo, pero limpio y más que suficiente para hacer pasta, ensaladas, noodles y arroz. También tenía la típica nevera azul con el asa blanca que todo el mundo ha tenido o visto que nos permitía guardar todo tipo de cosas, siendo las cervezas producto básico en ella.
Peeeero...como no todo podía salir bien teniendo en cuenta que nos decantamos por el producto más barato del mercado, una noche, en mitad de la nada (literal: el pueblo más cercano estaba a una distancia que no sabría decir con exactitud, pero que rondaría los 50 o 60 km por carreteras no muy cómodas...) y después de haber visto llover durante toda la tarde (sí, nos la pasamos en el coche, no se podía hacer nada; el campo, lloviendo, no da mucho juego y menos si diluvia), a eso de las 9, cuando el atardecer estaba dando paso a la noche, empezó a llover dentro del coche. ¿Cómo? Debía haber algún problema con la goma que une el parabrisas con el techo y el agua se filtraba por ahí, empapando el techo y chorreando dentro, especialmente por la parte del retrovisor. Esto goteaba en un salpicadero lleno de cosas electrónicas no muy nuevas y con deficiencias a la hora de confiar en su capacidad de resultar impenetrables y, más aún, también caía cerca de la palanca. El coche, automático, en vez de tener la palanca entre los dos asientos delanteros, como una palanca de marchas (otros automáticos sí la tienen ahí), la tenía a un lado del volante. Entramos en pánico, claro, porque nada de lo que hacíamos funcionaba (poner bolsas en el techo por fuera para intentar evitar que el agua pudiese penetrar, papeles por todas partes y ya, a la desesperada y viendo que las medidas retentivas no funcionaban, toallas en el salpicadero...). Se hizo de noche y la cosa no sólo no mejoraba sino que parecía ir a peor. Empezamos a pensar que no podríamos dormir porque el coche llegaría a tener demasiada agua e, insisto, lo que más nos preocupaba no era el agua en sí misma sino que pudiese romper o estropear algo...
A escasos metros, menos de un kilómetro, había un camping al que nos dirigimos para intentar encontrar un techo o un remedio. Obviamente, dadas las horas, estaba cerrado. Y de techos, ni hablar. Sólo encontramos un posible resguardo en un lugar donde nos parecía demasiado hostil meternos sin pedir permiso. Se trataba de una especie de porche previo a los baños. Después de secar con papel todo lo que pudimos y de constatar que poco a poco chorreaba menos, tuvimos que volvernos a nuestro descampado cruzando los dedos para no despertarnos con el coche inundado. Hicimos un despliegue para evitar catástrofes que incluyó incluso la lona que nos habían dado con el coche para cubrir la parte de atrás si se quiere dormir con el portón trasero abierto (eso se podrá hacer en verano, pero no sé ni para qué se molestaron en dárnoslo con estas temperaturas...). Ambxs dormimos intranquilxs y nos despertamos varias veces, linterna en mano, para comprobar que todo estaba más o menos controlado. A la mañana siguiente, a las ocho en punto estábamos llamando a la compañía en busca de una solución. Nos dijeron que lo único que podíamos hacer era ir a un taller mecánico, pero el taller más cercano estaba sesenta kilómetros en sentido contrario hacia donde nos dirigíamos. Estábamos a medio camino entre Te Anau, el pueblo del taller, y Milford Sound y teníamos reservado y pagado el crucero para ver el fiordo, así que si nos dábamos la vuelta para ir al taller, no llegaríamos a tiempo y perderíamos el dinero. La otra opción era ir al crucero aun sabiendo que eso postergaba un día la visita al taller y nadie podía asegurarnos que no fuera a llover de nuevo...Finalmente, pensando que el dinero del crucero bien valía el riesgo, nos decantamos por dejar la visita al mecánico para el día siguiente. El tipo que me atendió por teléfono era más rancio de lo que debería haber sido y cuando le dije que qué pasaba si llovía esa noche me dijo de mala manera que él me estaba dando la opción de ir a un taller ese mismo día. Vale, sí. Obviamente, la respuesta fue "no" cuando le pregunté si me devolvía él los 130 dólares del crucero. Así las cosas, nos fuimos  a Milford Sound. Todo muy bonito, muy agradable, no llovió suficiente para que apenas calara y...chunchun (redoble de tambores) cuando volvíamos camino del camping donde la noche anterior habíamos buscado auxilio, esta vez para dormir ahí e ir a la mañana siguiente (as soon as possible) al taller, de repente vimos que la rueda delantera estaba más baja de lo que debiera...Yo intenté consolar a Miguel diciéndole que podía estar perdiendo aire sin más, que al día siguiente le miraríamos la presión en el taller, que blablabla...pero en el fondo, también estaba preocupada. Conduje despacio y a puntito estuve de rezar para que no pasara lo que ambxs intuíamos y temíamos. Esa noche, unas pocas horas más tarde, se confirmó: habíamos pinchado. No podíamos hacer nada más que dormir y esperar la luz del día para cambiar la puta rueda, así que otra vez pasé la noche intranquila. Por la mañana, con la inútil ayuda de unos papeles que tenían más vocabulario desconocido que conocido, cambiamos la puta rueda. La realidad es que Miguel la cambió y yo hice de soporte técnico. Pero el rato previo fue divertido porque no sabíamos cómo coño se sacaba la rueda de repuesto. Pedimos ayuda al dueño del camping porque, como digo, no entendíamos la mitad de las palabras de las instrucciones, pero él nos confirmó que dichas instrucciones eran una mierda, pues tampoco él, kiwi de pro, entendía una mierda. A ojo, probando y tocando, consiguieron adivinar cómo iba la cosa. Y luego nos dejó solxs a Miguel y a mí con el gato. Menos mal que Miguel ya había cambiado una rueda antes...Si llego a estar yo sola...
A todo esto, habíamos leído la noche anterior en los papeles del coche (de ahí parte de mi desasosiego a la hora de conciliar el sueño) que cualquier gasto derivado de problemas con lunas o ruedas debería ser pagado por nosotrxs. Ya me monté la película de que nos iban a cargar el muerto de la luna argumentando que nos habíamos metido por algún camino en mal estado que, además, nos había pinchado la rueda. Qué capacidad de imaginar argumentos...Yo debería ser novelista. A la mañana siguiente, mientras Miguel se peleaba con el gato y habiendo aportado mi granito de arena (quité el tapacubos e intenté desaflojar los tornillos sin éxito), me fui a llamar a la puta empresa de alquiler para contarles lo de la rueda y decirles que nos retrasaríamos. Se suponía que debíamos estar en el taller de 9 a 9:30, pero era obvio que eso no pasaría. Me confirmaron que lo de la luna lo cubrían ellxs, pero que la rueda sí debíamos pagarla nosotrxs. Entré en pánico pensando que una rueda de ese tamaño y en New Zealand debía ser carísima, pero después llamé a mi madre, que me tranquilizó contándome que los pinchazos, a no ser que sean muy grandes, se arreglan. Ni idea tenía.
Cuando estábamos llegando al taller, me llamaron de la empresa de alquiler para preguntarme dónde estábamos. Al parecer, la inútil con la que hablé, no había avisado de lo del pinchazo, motivo de nuestro retraso, y el mecánico, que había abierto sólo para esperarnos (era sábado), había llamado para quejarse preguntando dónde estábamos. Cuando llegamos allí, nos atendió el señor Manolo a la neozelandesa. Muy fuerte. No entendíamos una mierda de lo que decía..."Arregló" el problema de la luna con cinta americana, tal cual, diciéndonos que cuando devolviéramos el coche, deberían quitar la luna entera y pegarla bien de nuevo. Y también nos arregló el pinchazo por el módico precio de $30, así que parecía que todo quedaría como un susto y una anécdota más. Ahí estábamos felices pensando que ya nos íbamos cuando nos percatamos de que algo fallaba al intentar colocar de nuevo la rueda de repuesto. El hombre de acento imposible, pero buenas intenciones vino a ayudarnos, se tiró al suelo muy decidido pensando que terminábamos en un periquete, pero...¡no! ¡horror! Nos dijo que la pieza estaba rota y que no podía arreglarla, que tendría que cambiarla. Yo no daba crédito y no quería saber cuánto valía la puta pieza, eso si la tenía allí. La rueda iba colocada en la parte de atrás del coche, por debajo, con una especie de hierro que servía para recogerla y una tuerca que tenía salida por el maletero, desde donde se apretaba. Se tiró media hora en el suelo, con 3 en 1, haciendo ruidos raros y diciendo cosas que no entendíamos bien, pero que parecían maldiciones. Varias veces dejó caer la rueda con tanto estrépito que pareció que le había aplastado la cabeza, pero...¡finalmente lo arregló! Casi le doy un beso después del susto de pensar que tendríamos que pagar por la mierda de la pieza. Ahí sí terminó todo en una anécdota más de nuestras vidas.
Hemos pasado por muchos sitios sórdidos y hemos intentado entablar conversaciones con personas de acentos peores que el de este señor Manolo neozelandés. Buena muestra de ello es la historia que viene ahora. La última noche de nuestro viaje (antes de llegar al camping donde estamos ahora mismo haciendo nuestro primer wwoofing) nos paramos en un camping que nos pillaba de camino, ya sin ninguna prisa y deseando darnos una ducha. El sitio era, cuando menos, curioso. Todo era viejo, estaba muy sucio y se podía definir, en general, como cutre, muy cutre. Supongo que a ello contribuían actos como el de la señora que, después de cocinar, colocó los cazos tal cual en su sitio, sin fregarlos previamente. Por la noche, cuando entramos en la cocina comunitaria, nos encontramos allí con tres hombres de la Nueva Zelanda profunda, bastante borrachos, a juzgar primero por el número de botellas sobre la mesa y después por su tono, su risa y su conversación. No sé si por hospitalidad o por borrachera, se empeñaron en intentar hacer migas con nosotrxs. Y desde ese momento sé que, por más que lo intente, nunca podré decir que hablo inglés. Impresionante. No se les entendía una mierda. Eran muy, muy fuertes, dignos de ser vistos para poder entender el alcance. Orgullosos de ser del sur de la isla sur, de donde Cristo perdió la sandalia, de un lugar donde parece no haber nada, pero hay gente, tenían el acento más cerrado que haya podido imaginar yo en mi puta vida. Pero ellos, ajenos a nuestra dificultad para entenderlos, seguían hablando y gritando, empeñados en que bebiéramos whisky y ofreciéndonos cerveza y vino en su lugar cuando les dijimos que no nos gustaba el whisky. Qué remedio, al final les aceptamos el vino...¡ja! Vacilándonos por venir de Auckland (¡la gran ciudad!) y haciendo bromas machistas sobre sus vacaciones y sus mujeres cuidando el campamento (eran pescadores), pasamos un rato con ellos, intentando buscar el modo de zafarnos del encuentro. A uno de ellos puedo jurar que le entendía una palabra de cada diez o veinte, al segundo un poco más. El tercero apenas nos habló directamente a nosotrxs y de sus conversaciones personales...buah, ni hablar. No pillábamos nada.
Lo peor de todo no era que no los entendiéramos nosotrxs, era que ellos tampoco entendían apenas lo que nosotrxs intentábamos decirles. Muy frustrante a la vez que divertido todo. Surrealista. Ese fue nuestro primer (y casi espero que nuestro último) contacto con la Nueva Zelanda profunda.
Conseguimos escaparnos no sin antes tener que escuchar todo tipo de argumentos para que nos quedáramos un rato más.
A la mañana siguiente Miguel vio a uno de ellos (el que más nos había hablado) con cara de resaca y sufriendo ante una taza de café. Cuando Miguel le saludó, él puso cara de "¿y tú quién eres?". Creo que eso resume bien la situación. Experiencias.
Pienso que sería interesante también, ya para ir terminando (esto se ha escrito en varios días y empiezo a sentir que estoy perdida y que no tengo claro de qué he hablado y de qué no), hablar sobre los campsite habilitados por el DOC (Department of Conservation). Quiero declarar que son un timo. Nueva Zelanda, en esa idea de hacer negocio de lo bonito que es su país, y pretendiendo que parezca que se preocupan del bienestar de sus visitantes, ha decidido que es una buena idea cobrarte porque duermas en el (puto) campo. Como no se puede acampar gratis en ningún lado (sólo hay algunos pocos sitios habilitados -poquísimos- para caravanas de las que llevan váter y agua y todas esas cosas de gente pudiente), las dos opciones son 1. aparcar el coche en un camping -caro- o 2. aparcarlo en un DOC -más barato, pero más caro pensando en las prestaciones-. En definitiva, la idea de ahorrar en alojamiento durmiendo en el coche era buena, tal como parecía a priori, pero no tan buena, porque no contábamos con todo lo que habría que pagar por aparcar cada noche. Los camping del DOC no tenían duchas o las tenían de agua fría. Con respecto a los cagaderos...digamos que eran, básicamente, agujeros en el suelo en la gran mayoría de ellos. Nada agradable. Conclusión: finalmente nos fuimos sin pagar más de una vez...Nos sentíamos algo timadxs teniendo que meter nuestro dinero en un sobre en el medio del campo, sin nadie que supervisara y, sobre todo, sin ningún servicio a cambio de ese dinero. Entiendo que me cobren una pequeña cantidad en concepto de mantenimiento (aunque no había nada que mantener), me alegra pensar que mi dinero se puede utilizar para ayudar en la conservación de un país tan bonito, comprendo que hay cosas en las que invertir dinero...pero después de sentir que ya nos han sangrado con los impuestos trabajando en los lugares donde lxs kiwis no quieren trabajar y creyendo que tienen un buen negocio montado, en general, con lxs turistas y lxs inmigrantes...creo que sobra seguir argumentando. Sólo fueron tres días de simpa...De todos modos, igual es simplemente que soy una jipi o una antisistema, quién sabe...
Dormimos en los mencionados DOC unas cuantas noches, en camping otras tantas, y fuimos intentando combinar dos de DOC y una de camping o una y una para no estar más de dos días sin ducharnos. Somos jipis de lxs que se duchan y de lxs que lo pasan mal si tienen el pelo sucio. Pero a todo se acostumbra una, ¿eh? Las cosas como son...
Miguel dice que esta crónica se me está yendo de las manos, así que creo que voy a empezar a pensar seriamente en darla por finalizada.
En definitiva, el resumen de estos días viajando por la isla sur (después llegará la crónica de los wwoofing) es que hemos podido disfrutar de paisajes maravillosos y de lugares geniales, nos hemos enamorado de los sonidos de este país y hemos pasado un poco de frío, pero hemos encontrado el modo de reírnos y hemos disfrutado mucho.

martes, 21 de octubre de 2014

Wellington es más humana, más cálida. Pero también hace más viento. 
Los ladrillos en las aceras y los árboles en las medianas de algunas grandes avenidas le dan un toque más cercano. A pesar de que tiene menos habitantes que Auckland (ese fue, básicamente, el motivo por el que nos decantamos por la ciudad que nos ha acogido todos estos meses), sin embargo no podemos perder de vista que es la capital. Y eso, creo que es inevitable, hace que sea (o al menos parezca) más cosmopolita. 
La primera visión de la ciudad que tuvimos fue un domingo por la tarde, por lo que nos pareció que estaba muerta. Pero ayer, lunes, pudimos ver cómo bullía en pleno auge, con sus viandantes camino del trabajo o de casa, sus señoras, sus señores, sus perros (hay más perros que en Auckland), sus niñas y niños y sus adolescentes con ropas horteras. 
Por la mañana fuimos a mandar mi (puta) caja a España. Me sobraban cosas por todas partes. Una no puede recorrer buena parte del mundo con tantas cosas. Así que, aunque ha costado más de lo que me habría gustado, he mandado una tanda de libros, ropa, botas, gorro y hasta rastas a mi casa para quitármelas de en medio. Después fuimos a pasear a una playa para perros con Raz, el buen hombre que nos ha acogido en su casa, y su perro. Fue muy agradable. Y tras eso, antes de devolver el coche, dimos una vuelta por la costa y pudimos constatar que Wellington y sus afueras molan.
Después de devolver el coche (ay, ya era medio casa), fuimos a comer (horario kiwi) con Raz a un indio muy apañao donde todo estaba muy rico. Y tras eso, Raz recuperó su libertad (aunque se le veía encantado). Nos despedimos en la puerta del restaurante y él se fue a su casa mientras nosotrxs encaminamos nuestros pasos hacia el centro de la ciudad. 
Paseamos toda la tarde, visita al Museo Nacional (Te Papa, se llama) incluida. 
Nunca había conocido un país tan nacionalista como éste. O quizá aquí me fijo más y por eso llama más mi atención. Pero es que de verdad que no hay día que no escuche y lea "New Zealand" veinte veces: en la tele, en la radio, en el periódico, en la publicidad...Vas al supermercado y exhiben con orgullo sus productos locales, compras cualquier cosa y en el paquete se regodean diciendo que es made in New Zealand...y así todo el tiempo. Por ello, no podía faltar un gran museo, apología del país. En él se pueden ver todo tipo de cosas relacionadas con Nueva Zelanda: desde toda su fauna disecada hasta un marae pasando por un vídeo que cuenta la leyenda del origen de la haka (el baile ritual que hacían los maoríes y que ahora hacen los All blacks, la selección de rugby del país; si nunca lo habéis visto, os recomiendo que lo busquéis en YouTube). Paneles y paneles contando la historia del país, objetos de todo tipo, fotos, vídeos...y, cómo no, una reproducción del Tratado de Waitangi, firmado el 6 de febrero de 1840 por representantes de la Corona Británica y jefes maoríes de la isla norte. Básicamente, el tratado permitía que los ingleses hiciesen suyo el lugar, hacían de Nueva Zelanda una colonia británica. Por eso hoy se considera el momento fundacional de New Zealand como nación. 
Allí pudimos enterarnos de que el gran problema radica (oh, qué raro, Europa jodiendo) en que se firmaron dos versiones: una en inglés y otra en maorí. Creo que sobra decir que la traducción deja mucho que desear. Primero se redactó la versión inglesa y después, como los ingleses no se habían molestado en aprender la lengua nativa (todo esto nos lo contó un señor que trabajaba en el museo y que se sentó a nuestro lado más aburrido que una piedra), pidieron a un par de misioneros que habían venido a predicar la palabra del Señor (y que, para ello, habían aprendido maorí) que lo tradujeran. Resultado: puntos discordantes. No ahondaré más en el tema. Os podéis hacer una idea.
Ahora diré que ayer me sentí más cerca de los maoríes que en todos los meses que llevo viviendo aquí. El museo está bien especialmente en ese sentido. Ayuda a conocer mejor a esta gente, marginada aún hoy aunque Nueva Zelanda como nación pretenda molar mucho poniendo todo en inglés y maorí. 
Ayer también aprendí, dicho sea de paso, que "Francia" en maorí se dice "Wiwi". Y pinté una obra de arte con ayuda de una plantilla. Un día muy productivo. 
Después de las horas en el museo, seguimos paseando sin rumbo ni destino (qué gusto da no tener nada que hacer). 
El día acabó en casa de nuestrxs anfitrionxs. No podíamos menos que comprar cosas para hacer la cena. Preparamos una sopa de calabaza y un cous-cous con pimientos naranja y verde, cebolla, zanahoria y queso feta con pesto y quedamos estupendamente. Él preparó unas manzanas asadas con azúcar que estaban ricas, pero que tenían canela (odio la canela). Tras la cena, charlamos un buen rato más y ella nos dedicó una hoja llena de recomendaciones para la isla sur. Nos aconsejaron sobre cómo organizar el tiempo que tenemos y sobre qué visitar y qué ignorar. 
Sentimos que les devolvíamos algo del favor ayudándoles un poco con su español. Están aprendiendo nuestra lengua porque van a viajar a Cuba. Él habla bastante más que ella y durante la comida en el indio hablamos un poquito en español. En la cena recurrimos al entretenimiento de preguntarles cómo se dicen algunas cosas en español (básicamente, cosas de las que comíamos o venían al caso). Todo muy agradable y muy buena onda (recordad que inglés no habremos aprendido mucho, pero en el español de Latinoamérica ahora tenemos nivel experto).

domingo, 19 de octubre de 2014

Ha empezado la aventura

El tiempo pasa volando. Eso es un hecho. Ya es 19 de octubre. Nuestro último día en El Faro fue el martes 14. El miércoles lo dedicamos a limpiar la casa como si fuera la cosa más importante de nuestras vidas y quizá eso es exagerar, pero era bastante importante...Si la inmobiliaria decidía que algo no estaba como debía, podían quedarse con parte de la fianza. La presión era importante. Nos mandaron una hoja con cuarenta mil cosas a tener en cuenta, incluyendo interior de los armarios, rodapies, nevera (previamente descongelada), suelo del patio y hasta campana extractora. Everything. Al final, después de todo, y para la tranquilidad de quien lee estas líneas y se preocupa por nosotrxs, recuperamos los $1020 que habíamos depositado. Limpié cosas que no sabía ni que existieran y descubrí todas las formas, colores, olores y hasta sabores que el polvo puede adquirir. Estornudé, me estresé y sudé. Lo mismo hizo Miguel. Y así durante siete horas. Pero...¡nos devolvieron toda la fianza!
Supongo que el hincapié que estoy haciendo en esta parte aparentemente irrelevante del comienzo de nuestras vacaciones sirve bien para entender cuánto nos preocupa el tema económico...
El jueves por la mañana el estrés continuó. Se suponía que venían a recoger el router a las 9 de la mañana. Como teníamos que estar entregando las llaves en la inmobiliaria antes de las 12 y también teníamos que recoger el coche, nos habíamos puesto el despertador a las 8:45. No obstante, después de haber ido a tomar algo a El Faro por la noche, cuando volvimos a "casa" (yo a esas alturas, con prácticamente todo metido en bolsas ya no sabía si era casa o no), nos entretuvimos y nos fuimos tardísimo (tipo a las 2) a dormir. Así las cosas, parecía que íbamos a dormir poco más de seis horas, pero en mi caso fueron bastantes menos. Miguel me despertó sobre las 7 dando un medio salto, medio grito (vete a saber con qué estaba soñando) y como yo estaba de los nervios, ya no me pude dormir. Agobiada perdida con que tenía demasiado equipaje, me levanté y (poseída) empecé a sacar cosas que fui metiendo en una caja que tenía por casa (me refiero a la caja de cartón donde venía la cama hinchable que compré cuando vino mi madre a New Zealand y que Miguel guardó precavida y sabiamente). Me duché y cuando sonó el despertador y Miguel abrió un ojo muerto de sueño, yo ya estaba lista para salir. El tipo que tenía que venir a por el router no aparecía, así que yo me quedé esperando a que Miguel se duchara por si llamaba a la puerta en ese rato, pero cuando salió de la ducha, me fui contentísima y muy motivada a intentar mandar mi caja llena de cosas que no pintan nada en mi maleta en un viaje de cinco meses. Al lado de la que fue nuestra casa había un sitio de envíos de todo tipo de cosas a todas las partes del mundo (send anything...anywhere!), pero yo ahora me pregunto cómo ese negocio no quiebra...¡¡300 dólares por mandar una caja de 7,88 kg!! Resumen: la caja sigue conmigo. Ya me ha acompañado a unas cuantas ciudades...Mientras yo he dormido en tres hoteles diferentes y me dispongo a dormir en el cuarto lugar, ella sigue descansando en el coche alquilado. Surrealista. Mañana me desprenderé de ella cueste lo que cueste (y hablo en términos económicos; es un "cueste lo que cueste" en el más estricto sentido de la palabra "costar"). 
El jueves, como digo, la caja se vino conmigo. Volvamos pues al momento en que esperábamos al del router, completamente estresadxs por el tiempo, jugando al límite. Llamamos a la empresa y el tío con el que hablé, más perdido de lo que parecía oportuno, tuvo que hacer dos llamadas dejándome en espera en una ocasión y colgándome en la otra para decirme que quien tenía que venir a por el router no podía porque estaba enfermo, así que al final nos tocó llevarlo a casa de otra que no podía atendernos y dejárselo al portero, que tampoco estaba en la portería y había dejado su móvil apuntado en un papel sobre el escritorio. Una mierda de desorganización todo. Pero al final dejamos el (puto) router y corrimos a por el coche, no sin antes pasar por casa de Jhonatan, un compañero de El Faro, para dejar el ordenador que Héctor (otro compañero) nos había dejado y que ahora va a utilizar Andrés, un tercer compañero del restaurante. Aprovechando la visita a casa de Jhonatan, que nos dio una bolsa de plástico para meter los champús porque ni eso nos quedaba en casa, le dejamos las mantas que teníamos y que ya no podemos seguir usando (sólo me faltaba cargar con mantas...teníais que ver cómo llevamos el coche). 
A las 11:30 nos llamaron de la inmobiliaria para decirnos que teníamos que estar allí antes de las 12 y la presión creció. Acabábamos de recoger el coche, estábamos medio perdidxs en nuestro barrio dando vueltas a la manzana sin conseguir llegar donde queríamos porque encargaron la señalización de las calles al inútil del departamento y aún teníamos que pasar por casa a recoger y meter TODO en un maletero que gritaba "¡soy enano! ¡no lo conseguiréis!". El momento de tensión máxima vino cuando, a menos diez y picando rueda hacia la inmobiliaria, yo no conseguía encontrar mi copia de las llaves de casa. Finalmente estaban en el bolsillo donde había mirado tres veces, sí. 
Ese día, jueves, después de todo el estrés narrado y algo más, nos dirigimos a Rotorua. Mi calentura (yo soy así, me salen calenturas en los morros cuando me estreso) empezó a menguar conforme avanzábamos por la carretera. Rotorua es una ciudad en la que ya había estado con la mía mamma, pero a la que tenía que volver para que Miguel la conociera. Es una ciudad que huele a huevo podrido debido al azufre. Es conocida por su actividad geotérmica y tiene unos géiseres que a mí me fascinaron la primera vez que los vi y volvieron a emocionarme la segunda vez. La naturaleza en su máximo esplendor...
El hotel donde nos quedamos estaba muy bien. Tenía cocina y pensábamos preparar algo allí para la cena, pero nos encontramos de casualidad con un festival de comidas en la calle con puestecillos agradables que olían bien y a buenos precios y allí cenamos finalmente. 
El viernes, después de haber visto el gran parque de géiseres, nos fuimos a Taupo, que es una ciudad que comparte nombre con el lago a cuyas orillas se asienta. Está en el centro de la isla norte de New Zealand y quizá pasaría desapercibida si no llega a ser por esa inmeeeeensa masa de agua a su vera. El lago Taupo mide 616 km2, siendo por ello el más extenso del país y es alucinantemente grande, que creo que es una medida mucho más precisa que los kilómetros cuadrados. To grande, vamos. Sobre el hotel de Taupo prefiero no contar demasiado. Dejémoslo en que el dueño, que estaba empeñado en hablar de Don Quijote y de Cervantes, nos pidió dos veces que viéramos la habitación antes de pagarle. Dicho esto, podréis imaginaros que ésta no parecía una suite del Palace. Tenía colchones y las sábanas parecían estar limpias (nunca lo sabremos, porque eran azul oscuro, pero a mí eso me da confianza en la medida en que permite ver manchas de color claro y no las había). Con eso bastaba.
De Taupo me llevaré el grato recuerdo de las Huka falls, unas cataratas no demasiado altas, pero bonitas y rabiosamente fuertes, de un azul turquesa interesante; el paseo por Acacia Bay, una parte residencial, tranquila y agradable a orillas del lago Taupo y, sobre todo, éste mismo, el lago, que se encuentra en la caldera del volcán Taupo, creada tras una enorme erupción volcánica hace aproximadamente 26.500 años. Según los registros geológicos, el volcán Taupo ha entrado en erupción veintiocho veces en los últimos 27.000 años. Se estima que la mayor erupción del Taupo, conocida como la erupción de Oruanui, expulsó 800 kilómetros cúbicos de material y llenó varios cientos de kilómetros cuadrados de tierra circundante para luego derrumbarse y formar la caldera. En el año 180 se produjo otra gran erupción violenta del volcán Taupo, conocida como la erupción de Hatepe, una de las erupciones más grandes en los últimos 5000 años.
En el hotel sórdido cenamos unos espaguetis que llevábamos desde Auckland a los que les añadimos un bote de tomate (o mejor dicho, medio bote porque Miguel tiró el otro medio sobre los fogones al asustarse mientras lo echaba en la sartén, demasiado caliente) mientras unos indios cocinaban algo que olía tanto a curry que mareaba.
A la mañana siguiente, sábado, nos dirigimos al Tongariro National Park. 
Nota: no olvidemos que todo el rato llevábamos -y seguimos llevando- la caja que mandaré a España mañana, dos mochilas enormes, dos mochilas pequeñas y un sinfín de pequeñas cositas jodemarranas, como las chanclas continuamente mojadas por las duchas, bolsas con comida (incluyendo medio paquete de arroz, otro medio de cous-cous en un tupper, los espaguetis comidos en el hotel sórdido...todo cogido de las sobras de casa), el paraguas, el neceser con los cepillos de dientes, la guía de New Zealand que Vicente le regaló a Miguel, la bolsa que nos dio Jhonatan para los champús...todo en apariencia innecesariamente fuera de las mochilas, pero necesariamente fuera por cuestión de espacio (quién sabe cómo conseguiremos coger el avión el miércoles...). Fin de la nota.
Y sí, el Tongariro National Park, lugar donde se encuentra el Monte del Destino (para quien haya visto el Señor de los Anillos sobran las explicaciones), nos recibió OTRA VEZ con lluvia. Yo ya había estado ahí con mi madre y su amiga Pocha y fuimos incapaces de hacer ni la más mínima excursión porque el tiempo decidió impedírnoslo. Cuando vi que estaba allí viendo diluviar por segunda vez, quise morirme, pero preferí reírme y grabar un vídeo para enviárselo a mi madre, tipo consuelo ("mira, mamá, no pudiste ver nada porque parece que nadie puede; aquí sólo llueve"). 
Me gustaría añadir en este punto que llevo acordándome de mi querida madre los cuatro días que llevamos de viaje (¿sólo cuatro días? ¡parecen 40 ya!) porque he vuelto a visitar los sitios donde estuve con ella...¡cuánto te pienso, madre mía!
Nos pasamos la tarde en el hotel más alto de New Zealand, que era bastante parecido al hotel de El Resplador, no sólo por ser un hotel de montaña vacío sino también por sus tétricos y largos pasillos. Bebimos cerveza, hablamos, nos reímos, nos desesperamos y hasta jugamos al futbolín. Pero no paró de llover en todo el día. Y yo con una mezcla de alegría de vivir y angustia de pensar que mi casa ahora es una mochila...Aún así, aquí tengo que decir que me estoy acostumbrando más rápido de lo que creía a que mis cosas estén comprimidas en una enorme mochila de la que es bastante difícil sacar nada...El primer día me agobié, las cosas como son. Me vi cinco meses así y...pero sí, sí. Ahora lo veo más claro. Sólo se trata de no darle demasiadas vueltas a las cosas. Vivir el presente, mirar lo que se tiene enfrente y pensar, como mucho, en el día siguiente. Estoy contenta aunque a ratos se me haga extraño. Siento que esto que hemos decidido es una necesidad vital. 
Pero, al margen de reflexiones pseudofilosóficas, no dejó de llover. Así que nos fuimos a la cama cruzando los dedos para que el parte meteorológico de la oficina de información turística se cumpliera: mejoría para la mañana del día siguiente, empeorando de nuevo al mediodía. A las 9 de la mañana (increíble, pero real) estábamos listxs para salir. Y hemos tenido suerte. Las dos horas de la marcha que hemos decidido hacer (no podíamos arriesgarnos a más) han salido perfectas. No ha llovido y hasta hemos visto el sol. A nuestra vuelta, cuando ya no nos quedaba nada para llegar al coche, negros nubarrones se han cernido sobre nuestras cabezas para acabar en lluvia cuando ya nos guardaba un techo...¡uf!
Desde ahí, habiendo intuido el Monte del Destino entre nubes (se ha llegado a ver bastante claro en algún momento; de ello darán cuenta las fotos de Miguel), hemos venido a Wellington, desde donde escribo estas líneas. 
La historia de cómo hemos acabado aquí (me refiero a la casa donde ahora estamos) es curiosa y divertida: a través de couchsurfing contactamos con un matrimonio que nos iba a dar alojamiento, pero (no sé por qué motivo) les dijimos (les dije, porque realmente fui yo quien me encargué de la gestión) mal las fechas. En vez de decir 19 de octubre, dije 19 de noviembre. Esa fecha, 19 de noviembre, ronda mi cabeza porque es el día que abandonaremos el país que para entonces habrá sido casa un año. Y cuando les escribí hace un par de días para saber su dirección porque se acercaba la fecha, me percaté del error cuando me contestaron diciendo que aún quedaba mucho. Como parecen una gente adorable (aunque aún -espero hacerlo- no lxs hemos conocido en persona), nos han ayudado mucho. Dado que ellxs no podían acogernos, nos dijeron que preguntarían a unxs amigxs suyxs y estxs dijeron que sí que podían...y...voilà! Aquí estamos...
No me entretendré demasiado en las cavilaciones o los miedos que nos acechaban pensando en llegar aquí porque todo ha salido perfectamente. Parecen estupendxs, sobre todo él, que es con quien hemos podido hablar más y estamos deseando que llegue el día de mañana para seguir conociendo Wellington, ciudad que a primera vista y primer paseo nos ha parecido incluso mejor de lo que querríamos...No podemos olvidar que en su día, recién llegadxs, podíamos haber decidido hacer aquí nuestra vida, pero nos decantamos por Auckland. Nunca sabremos cómo habría sido si hubiéramos decidido venir aquí...

lunes, 15 de septiembre de 2014

Poco a poco todo va cobrando forma. Los planes están medio hechos. 
El 14 de octubre será nuestro último día en El Faro, el 16 de octubre dejaremos Auckland y, carretera por delante, iremos viendo lo que resta de la isla norte hasta llegar a Wellington, donde además de disfrutar de la ciudad (son varias las personas que me han dicho que les gusta más que Auckland), aprovecharemos para resolver asuntos técnicos tipo visados. 
El 22 de octubre sale desde Wellington nuestro vuelo hacia Christchurch, isla sur. Ahí ya tenemos reservado un coche con espacio habilitado para dormir en la parte de atrás. Lo tenemos alquilado del 22 de octubre al 6 de noviembre. Durante esos 16 días recorreremos la isla sur buscando paisajes de los que quitan la respiración y duchándonos como buenamente podamos. Terminada esa experiencia, los últimos días en New Zealand (del 6 de noviembre al 19 del mismo días, día en que sale nuestro avión hacia Melbourne, Australia) los pasaremos haciendo un wwoofing, que no es sino trabajar unas horas al día en el campo a cambio de comida y alojamiento.

jueves, 11 de septiembre de 2014

El país del tiempo perpetuo de arco iris, así sentí que era New Zealand los primeros meses. 
La lluvia es, incluso en los mejores tiempos, algo habitual aquí. Como en las estaciones del año más agradables también brilla mucho el sol, era frecuente ver el arco iris al principio. Sin embargo ahora hace mucho que no lo veo. Y lo echo de menos. 
Poco a poco empieza a salir el sol tímidamente. Después de haber vivido semanas enteras lloviendo (no exagero, de verdad) ahora casi todos los días el sol se asoma algún ratito...y yo empiezo a sentirme mucho más a gusto. Me carga las pilas. Cierro los ojos, pongo la cara a su tacto y me reconforta su calor

lunes, 8 de septiembre de 2014

Huele a fin...

El final se siente en el ambiente...
Estamos en la recta final y yo estoy tan ilusionada como impaciente. También me siento un poco expectante y hasta podría decirse que en algunos momentos tengo miedito a lo que nos aguarda y pereza de las cuestiones técnicas (entiéndase aquí todo lo concerniente a visados, vacunas, requisitos para entrar a ciertos países, como billetes de salida...)
El caso es que ya podemos hacer oficial la fecha de salida de El Faro, el restaurante en el que habré pasado diez meses el día que salgamos por última vez por su puerta, el 14 de octubre, porque empecé a trabajar allí el 15 de diciembre. Aunque quizá podría esperar otro mes más para hacer el balance final (y seguramente lo haré en ese momento otra vez), ya puedo afirmar que he pasado muy buenos ratos y he aprendido mucho. Está siendo una experiencia curiosa porque nunca en mi vida había trabajado en serio, formalmente, con un horario que me ocupara horas y horas durante días, semanas y meses. Desde mis quince o dieciséis años he pasado por todo tipo de trabajos. Me refiero a trabajos que me gustaban o me hacían sentir realizada, como ser profesora de clases particulares o en academia, pero también a trabajos menos interesantes desde el punto de vista del crecimiento personal. He trabajado en polígonos industriales en naves relacionadas con el sector de la logística (esa palabra que siempre me parecerá misteriosa y poco clara), he promocionado colonias y hasta kiwis, he hecho campañas para compañías telefónicas, he trabajado en una bolera en el control de las pistas, en el bar y encargándome del típico parque infantil que tiene una piscina de bolas, toboganes y pasillos que huelen a pies de niñx, he hecho inventarios de ropa y de productos de cosmética, he trabajado en el bar de una piscina, en chiringuitos en fiestas patronales y también en bares convencionales y hasta en las Fallas en Gandía...y así un largo etcétera. Pero nunca con regularidad, nunca más de quince días o un mes, nunca haciendo del lugar de trabajo uno de los lugares más importantes de mi vida coetánea a esos momentos porque nunca había llegado a convertir todas esas actividades y sus emplazamientos en parte de mi rutina. Nunca hasta ahora. Nunca hasta El Faro. Puede parecer una tontería, pero para mí no lo es. Haber tenido que asumir por la propia experiencia que la vida va en serio y que el dinero hace falta para sobrevivir me ha hecho ver más claro que nunca que no seré capaz de ver mis días pasar haciendo algo que no me guste. Que la vida va en serio lo intuía, claro. Y que quería dedicarme a algo que me hiciera feliz, obvio que lo sabía ya. Pero hasta ahora sólo había ahorrado para pagarme cosas que no eran estrictamente necesarias y obtener dinero, por ende, no había sido una obligación. Siempre he trabajado para pagarme aquellas cosas que superaban lo imprescindible y lo que me han podido dar, pero ahora llevo viviendo diez meses en el mundo real, el de la gente que se paga su casa, la comida, la luz y el agua. No he vivido ajena a lo que cuesta conseguir las cosas, pero creo que no hay nada como hacerse mayor y ver el mundo con tus propios ojos. Conclusión: haré de mi vida lo que yo quiera. Estoy convencida. 
No me desagrada demasiado mi rutina actual porque tiene un objetivo: cinco meses de vacaciones después de haber trabajado diez. No está del todo mal...(cara de interesante). Pero no es lo que quiero. Eso lo tengo ahora más claro que nunca. Dedicaré mi vida a algo que me aporte a mí y aporte también al resto, estoy segura.
Pero digo que El Faro me está resultando una empresa curiosa porque allí, además de haber hecho mi cuerpo y mi mente a una rutina que no es la que deseo, pero sobrellevo, además, digo, he aprendido también a convivir y he hecho familia y piña con gente que igual en otros contextos, lugares o momentos no habría sido esencial o demasiado importante para mí. He aprendido a escuchar y comprender otras posturas y otros mundos, he salido del gueto en el que vivía porque, lo queramos o no, cuando vives rodeada de gente que suele sentir, pensar y vibrar como tú, eso es, al fin y al cabo, una forma de gueto. 
Es muy posible que en estos diez meses de mi vida que habré pasado en El Faro cuando salga por la puerta ese ansiado 14 de octubre haya crecido como persona. Es más que probable que hayan cambiado cosas en mí, pero estoy segura de que los cambios habrán sido a mejor. 
Estar lejos de mi gente (que, por cierto, ahora sé que es menos gente de la que yo pensaba, ahora he aprendido más que nunca a estar sola y a no penar por ello) está siendo duro. Es complicado no tener cerca esa mano amiga que además es hermana. Es difícil sentir que te estás perdiendo parte de los procesos que están conformando la nueva vida y hasta el nuevo carácter de las personas a las que amas. Pero todo eso, si no mata, hace más fuerte. Salir reforzada de este viaje era mi objetivo y creo que lo estoy logrando.
Miguel se merece una mención especial en estas líneas porque en estos meses que llevamos fuera de nuestro mundo se ha convertido en un compañero maravilloso. Poca gente es capaz de encajar así, creo yo. Y me siento muy afortunada. Estar compartiendo esta experiencia con él está siendo, sin ninguna duda, lo mejor que me ha pasado. Tengo el mejor amigo del universo. 
Ahora siento que los días deberían pasar rápido para darme una nueva oportunidad de seguir creciendo y aprendiendo porque puede que esta etapa haya dado ya todo lo que podía dar de sí, pero por otro lado creo que debemos tomarnos la vida con más calma de la que acostumbramos y me he propuesto como meta saborear cada minuto de los que me quedan en Auckland y prepararme para lo que viene después. Eso sí que va a ser salir de mi mundo...

domingo, 31 de agosto de 2014

¡Tonga!

Llegaron nuestras vacaciones. Y también terminaron. Así que ahora llega la crónica de un viaje que ha sido auténtico y genuino y que, como todas las vacaciones, se ha quedado corto y ahora se ha convertido en un tiempo añorado.
Antes de nada, parece necesario hacer una introducción sobre Tonga. Para ser sincera, hasta unas semanas antes de comprar los billetes, yo ni siquiera sabía que existía semejante país. 
El Reino de Tonga está formado por más de 170 islas (creo recordar que son 175), de las cuales sólo unas 36 están habitadas. Podemos decir que hay tres grandes conjuntos de islas: al sur están las islas cuyo epicentro es Tongatapu, donde se encuentra la capital de Tonga, Nuku'alofa. Después, un poco más al norte, están las islas Ha'apai, con su capital, Pangai, en una isla llamada Lifuka. Y finalmente está el grupo más septentrional, las islas Vava'u. Como después iré explicando, nosotrxs aterrizamos en Nuku'alofa, capital del país, y pasamos la mayor parte del tiempo en Ha'apai. Las islas Vava'u al parecer son las más turísticas, así que las descartamos por ese motivo y por ser las más lejanas al lugar donde nos dejaba el avión que nos llevaba desde New Zealand.

Llegamos al aeropuerto con Eva y Sergio, muertxs de sueño por las horas intempestivas a las que las compañías aéreas deciden hacer salir sus vuelos más baratos, pero contentxs e ilusionadxs, sintiendo que no podía ser verdad que EL DÍA al fin hubiera llegado. Llevábamos, literalmente, contando los días que quedaban desde hacía más de tres semanas. Yo me había hecho un calendario en el que iba tachando los días que faltaban. Con eso podéis haceros una idea de las ganas con las que esperábamos el gran día...
La experiencia tongana empezó ya en el avión, pues el asiento al lado del de Miguel estaba reservado para una tongana oronda y corpulenta como luego descubriríamos que son la mayoría de ellas. 
Según el avión iba descendiendo sobre suelo tongano, íbamos pudiendo comprobar (y eso que luego quedó claro que Nuku'alofa y Tongatapu no son, ni de lejos, lo más bonito de Tonga) que nos acercábamos al paraíso. Miles de palmeras nos saludaban moviendo sus hojas. 
La cola que tuvimos que esperar para poder pasar el control de pasaportes me habría exasperado en otro momento de mi vida, pero...hicimos bien en cambiar el chip y ponernos en modo vacaciones porque nos quedaban muchas colas y muchas esperas por delante. Tonga no es un país para ir con prisa, eso también nos ha quedado claro. 
Ya el aeropuerto dejó manifiesto que habíamos aterrizado en otro mundo. El edificio del aeropuerto parecía más bien una estación de autobuses vieja. Era surrealista que eso fuera un aeropuerto, acostumbrada como está mi vista a las lujosidades y estupideces del llamado "primer mundo". Pero sí, ahí aterrizaban aviones. Eso no era nada comparado con los aeropuertos que me quedaban por ver...pero no adelantemos acontecimientos. 
Recuerdo con especial cariño mi primer contacto con Tonga: el viaje desde el aeropuerto hasta la ciudad en un taxi conducido por un taxista que tenía increíbles lorzas hasta en el cuello. Este señor vio clarísimo que erámos suyxs desde el minuto cero. Se nos ofreció según nos vio, pero Miguel y yo, haciendo un alarde de dignidad, le dijimos que "no, thank you", porque necesitábamos cambiar algo de dinero y porque queríamos ubicarnos. Nos resultó hostil, al menos a mí, que nos entraran tan a saco nada más pisar tierra. Después de cambiar dinero, buscamos el supuesto autobús que nos podría llevar a la ciudad, pero no había rastro de él. El taxista volvió a acercarse y nos mostró un cartel que había en la pared donde indicaban hacia dónde quedaba la parada de bus y dónde estaba la de taxis. En dicho cartel también podía leerse que el autobús costaba $15 por persona y el taxi hasta la ciudad eran $40. Después de confirmarnos que el bus ya había salido, pudo demostrar por qué tenía tan claro que íbamos a viajar con él. Por $10 más nos llevaría a la puerta del hotel, pero no había bus para que pudiéramos plantearnos qué hacer...
El choque fue grande porque me vi, por primera vez, en eso que llaman "tercer mundo" o "países subdesarrollados" (ejem, ejem...). Me refiero a esos lugares donde la gente es pobre, todo es viejo, sórdido, cutre y está roto, pero las personas sonríen, son amables y parecen estar tranquilas y en paz viviendo con esas pocas comodidades porque no conocen otra cosa y porque, digo yo, a lo mejor la mitad de lo que creemos esencial, realmente no lo es...
El caso es que me llamó muchísimo la atención el hecho de que, aunque era la primera vez en mi vida que veía con mis propios ojos un lugar así, sin embargo no me impactó demasiado, no me sorprendió increíblemente o no fue como si fuera la primera vez que veía algo así. Extraño. Es como si esas imágenes formaran parte del imaginario popular, como si la globalización hubiera hecho que perdamos la capacidad de sorprendernos o como si ahora fuera más fácil que nunca haber estado ya donde nunca has estado. ¿Miedo? De cualquier modo, el cambio fue brusco. Salíamos de un avión con pantallas para cada asiento y nos encontramos con un mundo completamente diferente, donde las niñas y los niños, descalzos por la calle, se cruzaban con cientos de perros y esquivaban coches rotísimos, sin lunas o con plásticos haciendo esta función. Hago hincapié en la cantidad de perros...
Por la carretera fuimos viendo un sinfín de tiendas con rejas. Pero luego descubrimos que este tipo de tiendas también existían en la ciudad. Cuando digo "tiendas con rejas", quiero decir "tiendas con rejas". Imaginad un mostrador, una tendera o un tendero que tiene tras de sí una estantería con muchísimos productos diferentes todos apilados y colocados sin mucho acierto. Imaginad que esa tendera o ese tendero tiene ante sí la barra de su negocio y ahora ponedle unas rejas por delante a esa barra, haciendo que esa tendera o ese tendero quede separado de la clientela. Así era. Nunca descubrimos por qué. A priori hace pensar en robos, pero la gente después nos pareció muy pacífica y no tuvimos en ningún momento problema alguno, así que...quién sabe. Como dato, apunto que muchas de estas tiendas estaban regentadas por chinas y chinos. 
Pero volvamos a nuestro taxista lorzoso...Sonriente y muy amable, nos dejó en la puerta del Noa guest house, el lugar donde pasaríamos la primera noche para dirigirnos al día siguiente al aeropuerto doméstico a coger la avioneta que nos llevaría a Pangai. El dueño del hotelillo era Morfeo, el de Matrix, pero en silla de ruedas. Y nos recibió con unos cocos que llevaban insertada una pajita en un pequeño agujero. ¡Qué ricos estaban! Yo me bebí el agua del coco de cinco tragos. 
Después de dejar nuestras cosas en la habitación, que era básica, pero estaba bien y, sobre todo, muy limpia (poco a poco iríamos descubriendo que ésta es una caracterísitca de Tonga: por más cutre, viejo, roto o sórdido que sea todo, no hay suciedad; las cosas están limpias everywhere), nos fuimos a pasear por Nuku'alofa. Entramos en un mercado lugareño muy auténtico. En un espacio grandísimo había decenas de mesas repletas de frutas y verduras. Sin duda, el color verde imperaba. Pero vi verduras que jamás antes había visto. El sitio inspiraba paz. A mí me encantó. Y me gustó sentir que, aunque éramos prácticamente lxs únicxs turistas, apenas nos miraban. No llamábamos la atención. Ahí, ya rodeadxs de tonganas y tonganos por todas partes, pudimos concluir que no nos habíamos adelantado en nuestro juicio: a la mayoría les sobran unos kilos, pero es gordura maciza. No sé bien cómo explicarlo. Es gente grande, fuerte, corpulenta, gruesa, robusta, voluminosa, oronda, de constitución rolliza, pero con aspecto sano. 
Abandonado el mercado, fuimos a conocer el paseo marítimo. A esas alturas ya nos habíamos acostumbrado a que todo el mundo nos saludara amablemente por la calle. Un escueto "hi!" o "hello!" o "bye!" acompañado de una sonrisa (sonríen y se ríen mucho, eso es un hecho). 
Nos compramos unas cervezas en una tiendecita en el camino y empezamos mal la tarde, porque eran cervezas de botellín de las que se pueden abrir tirando de una solapa en la chapa y la mía salió defectuosa, así que tuvimos que hacer virguerías durante unos cuantos minutos con una llave hasta que, medio caliente por haber sido sobada, conseguimos abrirla. Pero eso no era nada comparado con las cervezas calientes que nos esperaban...
Después merencenamos en un lugar llamado "Friends" que en aquellos momentos ya nos llamó la atención por lo "primermundizado" que estaba, pero que nos chocaría mucho más a la vuelta, habiendo conocido ya la Tonga real y no la de la capital. Era un sitio muy preparado para turistas, pero en ese momento quizá no nos dimos tanta cuenta. Tampoco había muchas opciones...y menos teniendo en cuenta que buscábamos un lugar donde no comer carne ni pescado. De esa merienda-cena yo destacaría la inutilidad suprema de la camarera, que decidió que la mejor idea era tomar la orden en su cabeza. Miguel pidió un sandwich de tres ingredientes que, desafortunadamente, no coincidían con los tres ingredientes del mío. La buena muchacha vino tres veces a confirmar que se acordaba bien, pero no...no se acordaba bien. Finalmente, tal como era previsible, los sandwich llegaron mal...remal. Ella misma nos ofreció el tostado que el mío no tenía, pero es que al de Miguel le habían cambiado dos ingredientes, poniéndole atún y encima se medio ofendieron cuando les intentamos explicar que se habían equivocado...Allí nos tomamos la primera cerveza tongana. Probamos dos diferentes y decidimos, sin lugar a dudas, que la Popao se convertiría en nuestra fiel aliada en ese viaje. 
Llegamos al hotel de nuevo a eso de las sierte de la tarde completamente agotadxs. Yo quise dormirme, pero a Miguel le pareció pronto. Hablamos un rato en la cama hasta que sucedió lo inevitable...¡caímos! Y lo de Miguel fue sólo media hora, ¡pero yo me dormí casi tres! Luego pretendimos tomarnos algo por ahí, pero fue imposible porque los pocos bares que había (por muy grande que sea Nuku'alofa -no, no es muy grande-, las opciones quedan en una sola calle, la calle del "Friends", obvio) tenían una música insoportable a un volumen más insoportable todavía. 
Ahí decidí que escribir es recordar y por ello he ido tomando notas del viaje casi a diario a fin de poder redactar una buena crónica y evitar que los detalles y las sensaciones se pierdan en el bosque de los recuerdos. 
A punto de terminar nuestro primer día lejos de todo lo conocido, apunté lo que sigue: todo cutre, sórdido, coches sin luna o con ellas rotas, taxistas comeculos, conducción temeraria -que explicaría el estado de los coches-, gente amable, chapitas de oro en los dientes (especialmente las mujeres), perros por doquier, pero también vacas y cerdos, autobuses repletos de gente y sin puerta. 
Y volví a reflexionar sobre lo curioso de que, siendo la primera vez que veía todo esto, sin embargo no me sorprendiera como si fuera la primera  vez. 
Con esas sensaciones me fui a dormir por primera vez en mucho tiempo lejos de mi cama neozelandesa. 

El segundo día fue de toma de contacto real. Ya habíamos despertado en Tonga, nuestros pies sabían qué suelo pisaban y nuestras cabezas empezaban a ubicarse...
El primer día intentamos conseguir un protector solar, pero no fue fácil. El único sitio donde vimos uno, valía más que la comida de tres días, así que decidimos postergar la búsqueda. El segundo día encontramos una tienda donde ya tenían un precio razonable y nos hicimos con el único que había: children factor 30. Miguel estaba obsesionado con comprar un repelente de insectos (luego comprobaríamos que había sido una muy buena idea) y eso sí pudimos conseguirlo el primer día.
Ese segundo día, cuando compramos el protector solar (dos botes, para ser exacta), comprobamos definitivamente que el dólar tongano no estaba tan barato como esperábamos y que las cosas tampoco eran tan baratas como creíamos que iban a ser. 
Ese día, martes 19 de agosto, volábamos destino Pangai, capital de Lifuka, en las islas Ha'apai (recordad la introducción sobre Tonga), así que nos dirigimos al aeropuerto (esta vez al doméstico) con otro taxista loco y gordo (aunque menos que el del día anterior), previo desayuno de galletas con zumo en el paseo marítimo. 
La experiencia del domestic airport merece ser contada con detalle. Cuando llegamos (90 minutos antes de la salida del vuelo, tal como nos habían pedido), casi nos da la risa pensando en la antelación al ver el lugar. Era un pequeño edificio cuyos baños no tenían ni luz ni agua en el que los vuelos se anunciaban en una pizarra. Cuando había algún cambio, trapo en mano, borraban y escribían la nueva información. Por ejemplo, vimos cómo despegaba una avioneta y pudimos presenciar cómo pusieron "departed" con el bolígrafo para avisar de que ya había salido. Bastante cómica la hora y media de antelación que se pedía...Había dos mostradores donde nos dieron los billetes escritos a mano (¿ordenadores? ¿eso qué es?) y donde nos pesaron en una báscula con nuestro equipaje de mano. Eso era todo. Pero aún así...Miguel y yo llegamos a la hora prevista y estuvimos haciendo tiempo hasta que, diez minutos antes de la hora de salida del vuelo, nos llamaron por un altavoz casposo. Cuando entramos, la mujer que nos había dado los billetes nos pidió que nos acercáramos a ella y nos explicó que la avioneta tenía un sobrepeso de 200 kg con respecto a lo que podíamos permitirnos, así que si no salían dos voluntarixs para quedarse en tierra y volar al día siguiente, tendrían que quedarse las dos últimas personas que hubiesen hecho el check-in. Obviamente, nadie se pronunció, todxs nos miramos unxs a otrxs esperando que alguien dijese algo, y el tiempo pasó despacísimo hasta que pudimos descubrir quiénes eran lxs pringadxs que se quedaban...Yo pasé unos minutos un poco tensos pensando en la posibilidad de que fuésemos Miguel y yo, pero como bien me dijo él, nosotrxs habíamos llegado bastante antes que la mayoría de las tonganas y tonganos que esperaban ahí con toda la calma del mundo y con maletas que, obviamente, excedían el límite permitido. 
Como podéis prever, finalmente todo salió bien y pudimos volar...con cierto retraso, pero llegamos a nuestro destino. 
Ya en ese aeropuerto pudimos darnos cuenta de algo que se convertiría en tónica general a lo largo de nuestros días en Tonga: por todas partes había gente ociosa y cuando se suponía que estaban trabajando, siempre parecía haber más gente de la que se nos antojaba necesaria. Por ejemplo, en el aeropuerto había casi más gente trabajando que pasajeros y pasajeras...
Las impresiones de los primeros días son las más importantes por dos motivos: primero, porque poco a poco nos fuimos acostumbrado a lo que al principio llamaba nuestra atención y segundo, porque los días en Uoleva a los que me referiré más adelante estuvimos tan aisladxs que tampoco nos dieron la oportunidad de que nuestros ojos y nuestras mentes se agitaran ante demasiados estímulos. 
Durante los dos primeros días pudimos ver un montón de niñas y niños saliendo o entrando al colegio y a mí me gustaron especialmente los uniformes. Las niñas y adolescentes llevan vestidos muy coloridos. Dependiendo del colegio, son rojos, azules, verdes...pero siempre de colores intensos. Sus pelos largos van anudados en interminables trenzas rematadas por grandes lazos del mismo color que el uniforme. Los niños y adolescentes, por su lado, así como algunos de los hombres, llevan una especie de fardo amarrado a la cintura con cuerdas que da la impresión de ser de paja. Algunas mujeres también llevan algo similar, pero mucho más exagerado. A algunas de ellas prácticamente les cubre el cuerpo entero. La verdad es que no tiene pinta de ser muy cómodo...
Pero vuelvo al aeropuerto...Mientras Miguel y yo esperábamos a que llegara la hora, y antes del incidente del sobrepeso en la avioneta, un señor se acercó a Miguel con un móvil en la mano diciéndole que era para él. Si eso ya era lo suficientemente surrealista, Miguel decidió superarlo cogiendo el teléfono con decisión, convencido de que realmente podía ser para él...Como yo le dije que qué hacía, de repente se percató de lo absurdo de la situación y vivimos unos momentos bastante cómicos, en los que él preguntó que quién era y el señor volvió a insistir en que era para él...Después de un minuto de "es para ti", "¿pero quién es?", "no, no, es para ti", nos enteramos de que el señor buscaba a un tal Álex, así que se marchó con cara de no estar muy convencido de que Miguel no tuviera que responder a la llamada...
Ese rato de espera fue gracioso porque, después de todo el cachondeo que habíamos tenido durante semanas con el vuelo en avioneta, estuvimos intentando decidir cuál de los dos "aviones" sería el nuestro, si el pequeño o el muy pequeño. Sí, al final el nuestro era el muy pequeño. Íbamos sentadxs detrás del piloto, separadxs sólo por una fila de tres asientos donde iban sentadas, madre e hija, las únicas guiris junto con nosotrxs de toda la avioneta. El resto eran lugareñas y lugareños. La avioneta tendría unas dieciocho plazas en unas seis filas. Cada fila tenía tres asientos, dos juntos y uno al otro lado del pasillo. 
En esos momentos, siempre cuaderno cerca, reflexioné sobre el viaje por Asia. A esas alturas (todavía no habíamos despegado...ja-ja), ya me había dado cuenta de que Tonga sería un preámbulo de lo que seguro nos aguarda en el continente asiático. Pensaba entonces, digo, que el viaje por Asia será increíble, pero seguro que a ratos agobiará la sensación de extrañeza o hasta de desubicación. Eso pensaba mientras esperaba en la avioneta...
El vuelo fue muy agradable. La única pega era el infernal sonido del motor, pero por lo demás, todo fue bien. Las vistas al despegar y cuando llegábamos fueron espectaculares, todo lleno de islas rodeadas de un agua con un color alucinante...
Los tonganos, al parecer más que acostumbrados a ese viaje, se durmieron antes de que la avioneta despegara, pero las otras dos guiris, Miguel y yo mirábamos por las ventanillas entusiasmadas y deseando llegar. 
Al aterrizar, descubrimos que el nivel de aeropuerto rudimentario y básico siempre puede superarse. En éste sí que no había nada de nada...Por no haber, no había ni taxis ni teléfono desde el que llamar. Preguntamos a las otras turistas (yo seguía sorprendida de lxs pocxs turistas que éramos...) cómo habían hecho ellas para llamar a alguien para que las recogiera y nos dijeron que nos acercáramos al mostrador y pidiéramos que llamaran a nuestro hotel. Hay que añadir que teníamos reserva gracias a que Morfeo (¿recordáis al dueño del primer hotel, en Nuku'alofa?) había llamado para hacernos el favor, porque Miguel y yo habíamos sido incapaces de contactar con el hotel que nos interesaba en la isla. Digamos que había dos tipos de hotel: los baratos sin página web y que no respondían a los emails y los caros, cuyos precios hacían parecer que estábamos en Miami en vez de en Tonga...Sobra que diga qué tipo nos interesaba a nosotrxs, ¿no? A lo que iba...Pedimos a la señora del mostrador que llamara al Fifita´s guest house y en no demasiado tiempo vino a recogernos una mujer de unos treinta y pocos años que, de camino a la ciudad, pasó por el colegio a recoger a sus hijos mientras nos decía, sonriendo, que se le había olvidado. Los niños, más contentos que unas castañuelas y como si nada hubiera pasado, se montaron en el coche y todxs juntxs nos dirigimos a Pangai. Durante el camino, que yo diría que no duró más de diez o quince minutos, decidimos que ahora sí que estábamos cerca del paraíso...Palmeras, verde y mar. Eso nos rodeaba. Y de vez en cuando un cerdo despistado que cruzaba la carretera como si la humanidad no fuera con él. No creáis que los coches se achantaban...Pitaban sin reducir la marcha y los cerdos, qué remedio, apreciando su vida, aceleraban el paso. 
El "hotel" era un sitio sórdido y cutre, pero (otra vez) limpio. Aquí las comodidades no existían: ni agua caliente, ni colchones en condiciones, ni ventanas que cerraran (problema teniendo en cuenta los mosquitos), ni luz en todas partes...pero todo el mundo sonriente. A nuestra llegada, nos recibió la mismísima Fifita, que se presentó orgullosísima de ser quien era. Sólo le faltó ofrecernos un autógrafo. 
Salimos a dar un paseo donde seguimos cruzándonos con cerdas seguidas por sus camadas, señores cerdos muy elegantes y hasta alguna vaca. También había decenas de perras y perros, gallinas por todas partes y gallos muy cantarines que se convertirían en un problema a la hora de dormir en los días sucesivos. En el paseo, como era previsible, pudimos seguir viendo la sordidez hecha lugar. Todo cutre, viejo, roto...pero paz y tranquilidad. Esa era la clave. 
Se suponía que estábamos en la gran ciudad de todo el conjunto de las islas Ha'apai. Y cuando llegamos, nos dimos cuenta de que no era más que una aldea con poquísimas posibilidades. Pero qué sol...y qué temperatura...Así no se puede ser infeliz. 
La primera noche en las islas Ha'apai yo dormí a pierna suelta, pero Miguel no puede decir lo mismo...Las campanas, los cerdos (uno se paró justo debajo de nuestra ventana -estábamos en la planta baja- y no paró de hacer oink, oink y de restregarse contra la pared, según me contó Miguel al día siguiente) y los gallos no le dejaron...Yo sólo me enteré del perro poseído que ladró como si no hubiera un mañana durante un buen rato. Pero lo demás no me afectó lo más mínimo. 
Y al fin me encontraba cerca del destino final...

A la mañana siguiente, tal como nos habían indicado, subimos al primer piso para recibir el desayuno que supuestamente incluían los cincuenta dólares tonganos que habíamos pagado por la habitación. 
Creíamos, claro, que íbamos a desayunar...pero no fue, digámoslo así, el desayuno más copioso de nuestras vidas. Sólo había tostadas (sí, ya habían tostado el pan...más o menos a la hora que cantó el gallo...) frías. Sobre la mesa guardaban, como si de una reliquia se tratase, un bote de mermelada al que no le quedaba absolutamente nada, pero del que yo, no sé por qué, intenté sacar algo. Pude conseguir darle un mínimo de sabor al pan frío y así desayuné. Miguel se untó mantequilla (sí, de eso sí había) y así llenamos el buche. 
Ya había quedado claro que ahora sí que sí habíamos abandonado las pocas comodidades que aún se podían encontrar en la capital del reino de Tonga, como a ellxs les gusta llamar a su país (Kingdom of Tonga). Puede ser interesante apuntar el dato de que Tonga es la única monarquía hereditaria constitucional del Pacífico. 
Cuando terminamos de desayunar, serían las nueve de la mañana. Con ayuda de Nesi, la chica que trabajaba en el Fifita´s junto a la propia Fifita (a la cual, por cierto, no volvimos a ver), conseguimos unas bicicletas, dispuestxs a aprovechar la mañana. Nesi nos había dejado su móvil para llamar a Finau, el contacto que teníamos en el sitio al que nos dirigíamos para pasar los siguientes cinco días, y habíamos quedado con ella (sí, Finau era una mujer...aunque, no sé por qué, Miguel y yo habíamos decidido que era un hombre) en que nos recogía allí a las dos de la tarde, así que teníamos toda la mañana. 
Antes de la excursión tuvimos que hacer gestiones económicas. Visto que el dinero volaba, cambiamos todo lo que nos quedaba en dólares neozelandeses (sí, había una casa de cambio) y Miguel tuvo que sacar en el banco (sí, el único banco de todo el conjunto de islas) porque tenía menos que yo. En la puerta del banco, que era el edificio mejor plantado de la isla, pero que aún así no se parecía a una sucursal de pueblo español, me quedé esperando a Miguel junto a las bicis y a unos cerdos que se pararon a la fresca.
Ya me he referido a las islas Ha'apai anteriormente, pero ahora voy a hablar un poquito más de ellas. Dependiendo de dónde se consulte, se puede leer que son 62 o 68 islas, la mayoría de ellas son islas bajas de coral o atolones, excepto algunas islas volcánicas entre las que destacan los volcanos activos de Tofua y Kao. Como ya os imaginaréis, la mayoría están deshabitadas. La población total según el censo de 1996, para que os hagáis una idea, era de 8.138 habitantes y la superficie total es de 109,3 km2. Ya ha quedado claro que la isla principal es Lifuka, cuya capital, Pangai, es a su vez la capital de todo el conjunto. Por ese motivo, a veces llaman Ha'apai a Lifuka, lo cual lo hace un poco confuso. El caso es que Miguel y yo estábamos en Pangai y después iríamos a Uoleva, que está situada justo al sur de Lifuka, pero esa mañana, con las bicis, nos fuimos a Foa, que está justo al norte. ¿Cómo? Porque ambas islas están unidas por un paso elevado. Sí, sí, tal cual. Esperad a ver las fotos en Facebook porque pedir fotos junto con el texto es too much. Alguna aparecerá más abajo, pero si lo ilustro todo, pierde la gracia contarlo. Así soy yo. Así que la cosa queda del siguiente modo: al sur Uoleva (deshabitada), más al norte Lifuka y finalmente Foa. Desde Pangai hasta la punta norte de Foa hay 14 km. Pues Miguel y yo, modo deportista, nos los hicimos de ida y vuelta. En algún momento sufrí por Miguel...¡ja! Pero lo pasamos muy bien. Todo el camino fue agradable, con una temperatura ideal, pero cuando llegamos al final de Foa y vimos esas playas...supimos que habíamos acertado de pleno. Recuerdo perfectamente el momento en que, tiradas las bicis, nos asomamos y vimos esa arena blanca y ese agua azul turquesa...Nos miramos y nos reímos. Fue brutal. 
De vuelta a Pangai, comimos en el Mariner´s Café, uno de los pocos sitios a los que podría llamarse restaurante en muuuuchos kilómetros a la redonda. Está regentado por una señora que tiene aspecto nórdico, pero a la que no llegamos a preguntar de dónde era. Su acento inglés dejaba claro que esa no era su lengua nativa, pero tenía pinta de llevar allí un millón de años. Igual debería haber añadido antes que en Tonga los idiomas oficiales son el tongano (obviamente) y el inglés. Es difícil encontrar a alguien que no sepa inglés, pero sí...encontramos, encontramos. No adelantemos acontecimientos. 
Después de comer, compramos unos suministros en la única tienda que vimos, china al mostrador, pero más adelante quedaría clarísimo que no habíamos comprado suficiente..
Uoleva, como he dicho, queda al sur de Lifuka. Para alcanzar esta isla, hay dos vías: la fácil y cara, ir en bote; y la difícil y barata, cruzar por la barrera de coral que une ambas islas cuando baja la marea. Yo había leído en el blog de un español que él y su novia lo habían hecho con un resultado que dejaba mucho que desear...porque a mitad del camino les empezó a subir la marea y como no veían bien dónde ponían el pie...se habían metido al agua casi hasta los hombros con todo el equipaje. Como queda dicho, Miguel y yo habíamos acordado con Finau que nos recogía a las 2 allí mismo, en el Mariner´s Café. Luego nos enteramos de que nos había dado esa cita porque a esa hora y allí era donde se repartía la gasolina. Se montó un pequeño atasco porque me imagino que se concentraban en unos pocos metros la gran mayoría de lxs habitantes de la isla. Los cerdos por el medio también hacían bulto, las cosas como son. 
Finau nos llevó en coche hasta un punto más al sur y allí tuvimos que esperar quince minutos tonganos (una hora) a que llegara su marido para manejar la barca que nos llevaría al PARAÍSO...En la barca íbamos el marido de Finau, cuyo nombre nunca conocimos porque no hablaba, Kalafi (el dueño del lugar al que nos dirigíamos), Miguel y yo. Pero en aquellos momentos no sabíamos ni que el patrón era el marido de Finau ni, sobre todo, que el señor manco era el entrañable Kalafi. 
Desde la barca pudimos ver el famoso paso por el coral que une ambas islas (sólo son 500 metros, pero...) y yo decidí que habíamos hecho muy bien en descartar esa posibilidad. No quería ni pensar en cómo rompían las olas...
Cuando llegamos a Uoleva, alucinamos. 



Omitiendo mi garrulerismo (en el momento de la foto llevábamos varias horas andando y no me fiaba de la crema protectora, así que decidí echarme la toalla por los hombros), podréis observar, apreciar y darme la razón...¡estábamos en el paraíso!
Pero bueno...ya estoy adelantando acontecimientos otra vez. 
Antes de poder alucinar del todo con el lugar, pasamos unos apurillos de índole económica. Nadie sabe bien por qué (supongo que no somos tan inteligentes como nos creemos), no llevábamos dinero suficiente...El palo que nos pegaron por ir en barca ($30 cada unx) nos terminó de rematar y cuando llegamos allí, nos dimos cuenta de que teníamos el dinero justo para pagar el alojamiento (cinco noches) y que nos sobraba un poquito más, pero no suficiente como para poder pagar $15 cada unx por la cena diariamente y otros $10 más cada unx si queríamos desayunar...Encima, recordemos que nuestras provisiones no eran especialmente abundantes...
Percatarnos de que no teníamos cerveza para pasar unos días en el paraíso fue un duro varapalo. Así que decidimos ir a hablar con el bueno de Kalafi. Tampoco entendemos muy bien cómo pudimos encontrar la motivación para hablar con Kalafi en el hecho de no tener cerveza y no en el hecho de no tener comida, pero las cosas fueron de ese modo y yo no quiero faltar a la verdad. 
Este amable señor, del cual hablaré repetidamente en las próximas líneas, nos dijo que no había ningún problema, que podía abrirnos una cuenta e ir apuntando todo lo que comiéramos y que podríamos pagarle el último día, cuando nos llevaran de vuelta a Lifuka, donde debéis recordar que había un banco donde Miguel había sacado dinero mientras yo esperaba con los cerdos en la puerta. Superada la realidad de que somos un poco inútiles en asuntos económicos (¿cómo podíamos habernos encargado de sacar y cambiar dinero esa misma mañana con tan nefastos resultados?) y sabiendo que no moriríamos de inanición o, peor aún, por no poder beber cerveza (Kalafi nos dio dos de sus cervezas para ese día y nos prometió que al día siguiente su yerno el barquero traería más), pudimos respirar a gusto. 
Después descubriríamos que las cervezas estarían calientes forever porque allí no había nevera, pero ese no fue problema. Teníamos cerveza. 
Pasado este trance, pudimos hacernos cargo de dónde estábamos...La verdad es que ahora sí podría llegar a resultar que las palabras se queden cortas, así que os voy a obsequiar con una foto: 



Ahí podéis ver la cabaña donde pasamos los que sin duda han sido unos de los mejores días de mi vida. Paz, relax y tranquilidad. 
Las cabañas están construidas con palos (literal, porque no están ni tallados ni pulidos, están puestos tal cual los agarraron del bosquecillo del medio de la isla) y por dentro están todas recubiertas de hules, los míticos manteles de plástico, para impermeabilizarlas y cortar el viento. En su interior sólo hay un colchón con una mosquitera y una pequeñísima mesita junto a la puerta. La única bombilla funciona gracias a los paneles solares que tiene Kalafi en el techo de su cabaña, que es la principal y está detrás de la que fue la nuestra, más o menos en el lugar desde el que está tomada la foto. Además de nuestra cabaña, había otras cinco. El día que llegamos sólo estaba habitada una, por un griego que según Kalafi era italiano. Al día siguiente llegó una pareja austríaca que según Kalafi era de Finlandia y ya el último día llegó a otra cabaña un señor que debía ser neozelandés o que, por lo menos, vive aquí (ahora escribo desde New Zealand, claro). 
Las comodidades brillaban por su ausencia y no había ningún tipo de lujo, pero el placer que proporciona este lugar va mucho más allá de la potencia del chorro de la ducha del agua fría recogida por contenedores cuando llueve. Paz. Paz. Esa es la palabra...
Los baños (dos retretes y una ducha) están en un edificio al lado de la última cabaña (Kalafi las contaba de derecha a izquierda según la vista al salir de su cabaña; por eso la nuestra era la número 3). Todo era básico a niveles exagerados, pero (ya he hecho alusión a esto en varias ocasiones) todo estaba limpio. 
Volviendo de nuevo a nuestra llegada a la isla, y solventado el problema de la comida, puedo decir que ya nos relajamos completamente y entramos en modo vacaciones. 
Os podéis imaginar que, una vez que la noche llegaba (y eso era a las 7 de la tarde), ya no había nada que hacer...así que ese día nos fuimos a la cama a las diez y poco sin cenar porque habíamos comido abundantemente en Lifuka antes de salir y porque, a pesar de que estaba solventado el apuro económico, habíamos decidido ahorrar para dejar a deber lo menos posible. 

Al día siguiente nos despertamos a las 7:30, hora que (para quien nos conozca bien esto será dato conocido) está más cerca de la hora a la que solemos dormirnos que de la hora a la que solemos levantarnos...Después de hablar un poco y de que Miguel se levantara bastante motivado (demasiado, diría yo atendiendo a lo que pasó después), volvió a la cama y nos dormimos de nuevo hasta las 10:00.
Desayunamos cuatro o cinco galletas de las que aún nos sobraban del desayuno del día anterior (galletas y zumo en el paseo marítimo de Nuku'alofa antes de coger la avioneta, ¿recordáis?) y nos encaminamos al punto donde se unen Uoleva y Lifuka para ver de cerca la barrera de coral que podíamos haber cruzado a pie con la marea baja. Si ya desde la barca me quedó claro que yo no tenía necesidad alguna de pasar esos 500 metros sufriendo, viéndolo bien me quedé aún más convencida...
Ya que el viaje parecía haberse convertido en "cómo pasar apuros, pero sobrevivir para contarlo", pasado el punto donde se unían las dos islas, nos dimos cuenta de que no teníamos demasiada agua...Sí. Ha quedado manifiesto que somos bastante inútiles con las provisiones y las previsiones. El paseo, que comenzó idílicamente, al final cansó (para qué engañaros), pero seguíamos en el paraíso, así que nada podía importar demasiado...Una vez más, sobrevivimos. Y llegamos a tiempo para rellenar la botella con el agua que el bueno de Kalafi recoge de la lluvia (madremíadelamorhermoso, menos mal que en la compra del día anterior tuvimos la brillante idea de hacernos con una botella de agua...si no habríamos muerto seguro; y sí, sé que pensaréis que no hacía falta ser muy lista para comprar una botella de agua, pero...supongo que no hay necesidad de que recuerde que no habíamos demostrado un alarde de previsión...).
Llegamos de nuevo a la cabaña sobre las 15:30 y comimos galletas húmedas y rotas. Ha llegado el momento de que sepáis cuáles fueron exactamente las compras del día anterior: dos paquetes de panchitos, una caja de unas cookies de chocolate que en su día debieron ser brillantes, pero que en ese momento ya se encontraban convertidas en pedazos, húmedas y bastante malas -en contra de lo que decía la fecha de caducidad del envase- y la botella de agua. Esto fue todo. Además, también teníamos galletas del día anterior, las galletas que habíamos tomado como desayuno y que, si bien en un primer momento parecieron unas galletas normales, ahora parecían una delicia, un manjar exquisito propio de dioses. 
Podéis pensar que somos unxs cutres y que podíamos haber comido algo más decente, pero resulta que Taiana, la mujer de Kalafi, sólo prepara desayuno y cena. Así que a esas horas allí no comía ni Dios. Nos tuvimos que conformar con las cookies húmedas y rotas. Empezamos comiendo pedazos grandes y hasta alguna entera, pero en posteriores días tocaríamos fondo del todo...
Después de "comer", nos sentamos en el porche a ver la vida pasar. 
Y por fin pudimos conocer a Kalafi, verlo en todo su esplendor...
Ha quedado dicho que el día anterior nos dio dos de sus cervezas prometiendo que al día siguiente traerían más. Pues bien, si las dos primeras eran latas, para la siguiente ronda decidió que era una buena idea traer botellines de Heineken aun cuando allí nadie tenía abrebotellas. Por esa circunstancia, pude ver por primera vez en mi vida a un manco abrir una cerveza con un cuchillo de carrnicero. Fue sublime. Los momentos de tensión que a mí me parecieron horas, pero serían segundos, durante los cuales agarró el cuchillo con el trozo de brazo que le queda y la cerveza con la única mano que conserva demostrando un gran manejo de las partes de su cuerpo fueron dignos de ser mentados. Yo no sabía si reírme o llorar. Y ahí dejó bien claro que no se sentía amilanado por ninguna carencia. Qué señor...Qué proeza de señor...
Después, recordándolo con Miguel, casi nos morimos de risa. A lxs dos nos pasó lo mismo: no sabíamos si ofrecer nuestra ayuda, si decirle al otro que hiciera algo...o si seguir allí paradxs esperando un milagro. Eso hicimos. Y el milagro sucedió: Kalafi abrió la cerveza sin amputaciones. 
Esa noche, con la risa floja, comentamos que Taiana, la dulce señora que nos demostró que en Tonga puede haber gente que no hable inglés aunque sea oficial, tiene bigote, pero no tiene perilla. Y recordamos a una señora que habíamos conocido el día anterior, ya ni me acuerdo dónde. Entre risas, decidimos que habíamos visto más cosas sórdidas en los últimos tres días que en los últimos tres años. 
Yo ya pude empezar con la broma que me duró todos los días: Kalafi y Miguel se hicieron mazo colegas. Ahí, todo el día con sus conversaciones...
Mención especial merecen la perrita y el perrito que viven allí con Kalafi y Taiana...¡tan dulces...!
Desde nuestra cabaña, a pesar de que todo era idílico, las decenas de ladrillos de hormigón que alguien había apilado en el peor sitio que podían haber decidido enturbiaban un poco la vista de la playa. Pero yo no podía ser más feliz...
Mientras charlábamos en el porche casi completamente a oscuras (sólo llegaba algo de luz de la cabaña de Taiana y Kalafi), Miguel vio pasar una sombra. Rápidamente sacó su móvil (que sería nuestro fiel aliado en esos días de tinieblas gracias a la linterna que tiene -nota mental: hacerse con una linterna para Asia-) y apuntó...Lo que podría haber sido un cangrejo por su (puto) tamaño, era en realidad una araña...Supongo que ahora entenderéis por qué he dicho más arriba que la obsesión de Miguel por hacerse con un repelente de insectos cobró todo el sentido del mundo en ese momento. Bien es verdad que no sé si eso podría llamarse insecto teniendo en cuenta sus dimensiones, pero en cualquier caso...todas las noches echamos por todas partes antes de dormir (ventanas y huecos de toda índole). A mí me dio mal rollo un rato (ir a lavarse los dientes a oscuras andando por la arena de la playa después de haber visto semejante espécimen no parecía un planazo), pero en realidad se me pasó enseguida. 
Sin embargo, Uoleva tenía más fauna preparada para hacer aparición estelar aquella misma noche...Esa noche empezó la que más adelante sería conocida como "la fiesta de la rata", evento que se repitió cada cielo oscuro (diría "cada luna", pero nadie sabe por qué -lo preguntó uno en una fiesta que estuvimos otro día y nadie supo darle respuesta-, allí no había luna...)
"La fiesta de la rata", un acontecimiento que entretuvo a Miguel todas las noches unas cuantas horas, dio comienzo cuando empezaron a sonar unos ruidos que no podían identificarse claramente, pero que no parecían ser el viento moviendo los hules que recubrían nuestro hogar. Esa noche Miguel no pudo saber que era una rata, pensó que era un ratón. Pero a la mañana siguiente, cuando habló con Kalafi, confirmó sus peores sospechas. Esas cositas verdes, tipo semillas, que teníamos en todas las esquinas de la cabaña, no eran otra cosa que veneno para sus amigas las ratas. No podéis imaginaros qué nochecita...Yo tenía demasiado sueño como para preocuparme por nada, pero Miguel, bastante convencido de la necesidad de identificar al intruso, iluminaba media cabaña cada dos por tres, impidiéndome dormir, pero sin hacer el suficiente ruido como para conseguir desvelarme o espabilarme. Fue muy divertido...
El pobre se tiró ni se sabe cuánto...y al final cayó rendido. 
Como digo, el evento se repitió cada noche. Y cada noche pasaba lo mismo: yo quería motivarme en la búsqueda de la rata, para que Miguel no se sintiera solo, pero no podía...Me dormía. Sólo hubo una noche (creo que la segunda) en la que me espabilé de 4 a 5 de la mañana y participé en el juego de intentar alumbrar a la rata. Yo no conseguí verla ningún día (motivo por el cual pude reírme de Miguel insinuando que se lo inventaba), pero es obvio que nuestra amiga ya era casi de la familia, porque Miguel la llegó a ver a tres palmos de su cara, casi saludando mientras movía los bigotes. En fin...No podíamos hacer nada. Así que, poco a poco, Miguel también se fue rindiendo y cada noche consiguió dormir un poco antes y gastar un poco menos de batería del móvil y de energía en intentar identificar en qué esquina de la cabaña estaba. Fuimos depurando técnicas de evasión conforme pasaban los días y cada noche nos preparábamos mejor para la fiesta de la rata, tapando todos los agujeros de la cabaña con cosas que iban desde nuestras propias deportivas hasta las aletas que nos habían dejado Kalafi para bucear, pasando por la papelera y hasta algún palo. 
Pasó a formar parte de la rutina y, sinceramente, yo me sentía segurísima con la mosquitera. ¡JA! Imaginad la risa que le daba a Miguel y la que me da a mí ahora si lo pienso bien...
Yo me refugiaba en la idea de que nosotrxs asustábamos a la rata más que ella a nosotrxs y que no tendría ningún interés en acercársenos. Así fue. Eso no pasó. Así que...pasemos a otro punto.

Si el día anterior recorrimos la isla en dirección al paso de coral que une Uoleva con Lifuka, al día siguiente lo hicimos en la otra dirección. Impresionante...Ahí fue cuando vimos las playas más alucinantes. Desde luego, si existe el cielo, tiene que ser algo parecido a eso. "Qué sitio, Míriam, qué sitio". Esa fue la frase más recurrente para Miguel durante todos esos días. Pero ese día la dijo especial número de veces. Por más años que pasen, creo que recordaré con especial ternura el tono con el que Miguel decía ese "¡¡Qué sitio!!". Os prometo que le cambiaba la mirada. Era muy gracioso. 
Ya he comentado que la isla está deshabitada. Pero no son Kalafi y Taiana las únicas personas que tienen montado un chiringuito allí. Hay otros dos resort más y uno que está en construcción además de un sitio que organiza excursiones en busca de ballenas. Eso suponía que a lo largo de un día entero caminando por la playa podíamos llegar a cruzarnos con dos personas. Algunos días, con nadie, que quede claro. Ese día, dando la vuelta al revés, pasamos por los otros lugares habitados. De uno de ellos salieron dos perros con muy mal carácter, ladrando como posesos y con tan mala pinta que Miguel se puso nervioso creyendo que iban a morderle porque fueron directos a él, pero todo quedó en un susto. El primer día habíamos pasado por el resort que está en construcción y al que volveríamos para una fiesta, pero eso viene después. 
Como digo, ese día fuimos plenamente conscientes de que estábamos en el paraíso. Nada parecido antes...ni en mi vida ni en mis sueños. No nos habían engañado cuando leímos las maravillas que leímos sobre esa isla antes de llegar...
Habíamos desayunado galletas otra vez, pero para el descanso a media mañana ya sólo quedaban unos pocos panchitos porque los que quedaban en el otro bote se llenaron de hormigas. Nadie sabe cómo, se abrieron misteriosamente en la mochila de Miguel (ejem, ejem) y las hormigas hicieron su agosto. Fue bastante triste repartirnos los panchitos de uno en uno y nos dio un ataque de risa. El día anterior, por lo menos, habíamos podido comerlos sin contemplaciones, sin pensar en el mañana, casi a lo loco. Pero ese día ya había que medir, básicamente porque apenas quedaban...
A la vuelta merendamos galletas rotas y húmedas otra vez porque las ricas ya se nos habían acabado en el desayuno...Empezábamos a tocar fondo. Y lo que nos reímos...
Por la noche, después de la cena (sólo se comía esa vez, recordad; ellxs lo llamaban cena, pero para mí casi era más una merienda...Era sobre las 18:30 o las 19:00, dependiendo del día, justo cuando anochecía o cuando acababa de caer la noche), nos reunimos con el griego-italiano y con los austriacos-finlandeses y estuvimos hablando de las típicas cosas banales de las que se habla con gente que no conoces y con la que, encima, tienes que hablar en inglés. Después Miguel y yo nos reímos mucho porque en un momento de ese encuentro, muy motivado, apareció Kalafi con un tablero cerrado diciendo algo así como "¡vamos a pasar un buen rato!" y otra vez momento tenso porque intentaba infructuosamente abrirlo con su muñón, pero como a él se le veía tan seguro de sí mismo, nadie hacía o decía nada...Situación similar a la de la cerveza. Momento tipo "si digo o hago algo, puedo ofenderle; si no...tengo que ver cómo se las apaña", pero una vez más demostró que se vale por sí mismo y lo abrió...¡tachán! ¡Era un ajedrez! ¡El típico juego para pasar un buen rato entre cinco mientras se beben cervezas! eum...En fin. Kalafi...Repito: después, en la cabaña, nos echamos unas buenas risas recordando ese silencio incómodo cuando descubrimos que era un ajedrez hasta que alguien se puso a hablar, ignorándolo. Qué penita me dio cuando cerró su ajedrez y se volvió para su casa...Fue cómico, de eso no cabe duda. 
Esa noche, después de la fiesta de la rata, decidimos que Kalafi no duerme porque siempre se le oye hablar. Da igual la hora que sea...

Nuestro sexto día en Tonga, el sábado 23 de agosto (el cumpleaños de mi abuela, a la que no pude felicitar por estar incomunicada y aislada de la civilización, pero a la que mandé una postal en la maleta que mandé a España), decidimos que las galletas húmedas eran demasiado como desayuno y comida y pedimos que nos dieran de desayunar. ¡Qué bien! Taiana preparaba una especie de pan/bollo que estaba muy rico (o al menos allí y así parecía una auténtica delicia). 
Aunque lo cuento con un poco de tono de guasa (por cierto, hay pocas palabras más divertidas que "guasa"), la verdad es que esa relación obligada con la comida (que no había, vaya) me sirvió un montón para concentrarme en otras cosas y darle la importancia que tiene y no más. Teníamos suficiente para sobrevivir y eso era lo necesario. Saber que no había más comida y que no se podía comer más hizo que centrara mi atención en otras cosas y me gustó la sensación. Desapareció eso de comer por comer, comer por ansiedad o por aburrimiento. Ahí, a lo Mowgli...
Por la mañana la austriaca, que tiene pavor a las arañas y se quedó muerta de miedo cuando le contamos la noche anterior el ejemplar que habíamos visto Miguel y yo, me contó que después de nuestra reunión se habían encontrado una del mismo calibre...Tenía la cara desencajada.
Ese día amaneció nublado y no nos movimos demasiado de las inmediaciones. Me vino la regla y me hizo preguntarme dónde iba lo que se marchaba por el desagüe y plantearme cómo gestionar el uso de tampones en semejante paraíso...
Como digo, nuestro paseo no se alejó demasiado de las cabañas. Estando en la playa, me tumbé diez minutos y cuando levanté la vista, había perdido a Miguel...Finalmente resultó ser una pequeñísima figura que veía a lo lejos...así que, harta de esperar y queriendo recuperar mi libro, que se había quedado en la cabaña, decidí irme, no sin antes dejarle una nota en la arena. Fue muy romántico, pero Miguel decidió que le había abandonado...¡ja! Yo creo que es obvio que fue él quien me abandonó. Nos reímos otra vez. Después jugamos al ajedrez (Miguel y yo, claro, no cinco personas con cervezas) y yo me piqué un poco. Me siento súper orgullosa de poder reconocerlo. Empecé a aburrirme y a darme cuenta de que aquella partida no tenía sentido porque saber mover las piezas no significa saber jugar al ajedrez. Yo hacía muchísimos años que no jugaba y en ese momento me percaté de que lo que estaba haciendo no tenía sentido y recordé por qué no me gustaba el ajedrez de pequeña...porque sé mover las piezas, pero no sé para qué las muevo. Me sé la teoría, sé lo que es dar jaque mate, pero no tengo ninguna estrategia para hacerlo. Y encima el griego vino a presionar mirando y preguntando cosas todo el rato. 
El día anterior Kalafi nos dijo que esa noche la gente del resort en construcción hacía una fiesta por el cumpleaños de uno de ellos y que nos esperaban. Cuando llegamos allí, nos encontramos con un cerdo empalado. Muy desagradable. Lo habían atravesado de lado a lado y se ve que lo habían hecho girar sobre sí mismo sobre el fuego, pero ya estaba lo suficientemente tostado como para estar chorreando toda la grasa y, afortunadamente, como llegamos casi al final, no tuvimos que verlo demasiado rato. Teniendo en cuenta que estábamos en el medio de la puta nada y que sólo se veía a ese pobre cerdo, tuvimos miedo de no tener nada para cenar (insisto en la idea: no habíamos comido nada desde por la mañana). Decidimos que estábamos aprendiendo lo que es el hambre.... 
No era la primera vez que tenía esta sensación, pero de nuevo volví a ver cómo los tonganos hacen con la mayor soltura cosas que a mí me parecen peligrosísimas. Machete en mano, uno de ellos abrió tres cocos enormes como si nada (sin que se cortara ninguna mano) y vertieron el agua de dentro en una especie de tetera muy grande de aluminio. Allí la mezclaron con una bebida típica de Tonga, que es un ron que ya viene un poco rebajado con agua de coco, y la repartieron en vasos para todo el mundo. ¡Riquísimo!
Ese día Miguel y yo decidimos apodar a Kalafi "Lord of the flames" porque se dejó poseer por la hoguera. Parecía que la vida le iba en mantenerla encendida y, a ser posible, en hacerla cada vez un poco más grande...Con la coña que teníamos ya con que es un tipo duro, ver cómo intentaba encenderse un cigarro metiendo la cabeza en el fuego fue bastante gracioso...
La misma gracia nos produjo ver cómo representaba la matanza de vacas salvajes en la isla que dice haber protagonizado haciendo que su muñón era la pistola. Se agarraba el muñón con la otra mano y mostraba gráficamente cómo se dispara, incluso diciendo "pum pum" mientras movía su muñón/pistola. Yo no sé si creerme que ha matado vacas salvajes, eso ya no me hace tanta gracia. De hecho, ni siquiera sé si creerme que hay vacas salvajes en la isla...
Sentadxs alrededor de la fogata, Miguel y yo reflexionamos sobre lo que nos aguarda y sobre las ganas de viajar que tenemos. Coincidimos en que ese viaje nos estaba sirviendo como preámbulo y preparación...
Fue todo muy auténtico y genuino. 
Finalmente, para vuestra tranquilidad, habían preparado un arroz con pepino y tomate y una especie de ensalada de repollo y zanahoria para acompañar al pobre cerdo, así que no nos quedamos sin cena.
Si el camino de ida fue surrealista (imaginad el grupito, Kalafi liderando sin callarse la boca), el de vuelta lo fue más aún. Completamente de noche, con la linterna de Kalafi borracho haciendo eses y la del móvil de Miguel, tuvimos que volver andando por la playa sin ver un pimiento. En nuestro camino no paraban de cruzarse cangrejos, algunos de dimensiones considerables. Despistados e incluso aturdidos por las luces de las linternas, a veces se chocaban contra nuestros pies. La austriaca daba saltos agarrándose a su novio y yo la secundé. Lo que empezó siendo medio gracioso, para mí rápido se tornó en algo asqueroso y me acabó agobiando mucho. Si a la ida habíamos tardado 30 o 40 minutos, la vuelta fue mucho más larga. Entre que Kalafi se paraba, que íbamos andando más despacio y que no se veía...fue eterna. Al final, como digo, la oscuridad y los cangrejos me dieron un poco de ansiedad. Lo pasé mal, la verdad. Cuando llegamos a las cabañas y dejé de verme rodeada de cangrejos, me relajé rápido. 
Esa noche, cuando nos acostamos, empezó de nuevo la fiesta de la rata, pero hasta el propio Miguel fue capaz de ignorarla. Si la última noche la rata no vino (no estamos completamente segurxs), yo creo que fue porque se aburrió de que no hiciéramos ni caso a su presencia. 

A la mañana siguiente, dándonos una vidorra, decidimos volver a desayunar con Taiana. Justo después yo descubrí que me estaba pelando la frente, convirtiéndome en algo desagradable a la vista. Amaneció soleado, pero pronto se nubló. De todos modos, Miguel se fue a hacer snorkelling con el griego, que (dicho sea de paso) a esas alturas del viaje ya nos había propuesto todo tipo de planes. Se ve que a pesar de que viajaba solo, tenía ganas de compañía...
Después salió el sol y Miguel pudo flipar con su buceo. Vio todo tipo de peces de colores, estrellas de mar y hasta tortugas enormes. Vino encantado y yo me sentí un poco mal por no haberlo hecho, pero me daba reparo...
La noche anterior habían estado contando que todxs habían visto las famosos serpientes de agua venenosas que hay en Uoleva (yo había leído sobre ellas en Internet) y, sinceramente, me dio miedo. No me atreví. 
Casi terminando nuestros días en Uoleva, Miguel y yo nos planteábamos si habíamos hecho bien en dejar pasar la oportunidad de ir a ver ballenas. Pero ya casi nos daba igual pensarlo porque no había dónde hacerlo...Los sitios de la zona no tenían plazas disponibles hasta septiembre y quisimos quedarnos con que habíamos decidido no hacerlo porque era demasiado caro. 
Miguel tuvo la suerte de ver alguna mejor o más de cerca que yo, pero yo apenas las vi de lejos, sin poder distinguir bien qué eran. 
Mientras Miguel hacía snorkelling con el griego, yo me planteé que viajar en soledad está bien, pero...¿quién te da crema en la espalda si vas a la playa? Esas fueron mis reflexiones. Después, me puse a leer. 
Por la tarde, Miguel y yo decidimos irnos a intentar hacer snorkel lxs dos, pero se nubló, yo me colisioné y no fue posible. 
Ahora bien...la vida me demostraría que siempre puedo colisionarme más. 
Ese día, que era el último, me pinché con una aguja que salió de entre la arena de la playa, justo enfrente de nuestra cabañita, cuando me levantaba para hacer una foto a Miguel. Como supongo que parecerá lógico, lo pasé bastante mal, agobiadísima pensando de quién sería esa aguja y planteándome que ese alguien podía tener cualquier enfermedad. Ese día, incomunicada y aislada, no podía hablar con nadie. Menos mal que ya era el último día...porque si no me habría amargado las vacaciones. Al día siguiente, ya de vuelta a la civilización (por lo menos a Pangai, a un sitio con Internet), pude escribir a mi madre, que se puso en contacto con mi tía, que es enfermera. Ésta habló con médicos amigos suyos expertos en enfermedades infecciosas y entre las dos me relajaron bastante diciéndome que se consideraba una exposición de bajísimo riesgo y que disfrutara de los tres días que me quedaban allí todavía. Cuando volví a Auckland, lo primero que hice fue ir a un médico. Allí se confirmaron las sospechas de mi tía, que había visto la aguja por foto en WhatsApp. Era una aguja de acupuntura...lo cual reduce el riesgo prácticamente a cero, según me dijo la propia doctora. Me dijo, de hecho, que ella estaba segurísima de que no iba a pasarme nada. De todos modos, me puso la vacuna del tétanos y me voy a hacer unos análisis de sangre. Ella quería hacérmelos a finales de noviembre, por eso del período de incubación de las enfermedades, pero en esas fechas no estaré ya en Auckland, así que al finales me los haré justo antes de marcharme de esta ciudad. En fin...al final todo quedará en una anécdota, pero me fastidió bastante los últimos días de mis ansiadas vacaciones.
Esa noche, que era la última que pasábamos en Uoleva, Kalafi había prometido hacer una fiesta con hoguera y traer kava, que es una bebida alucinógena típica de Tonga. Pero ni fiesta, ni hoguera, ni kava. No sabemos dónde se metió, pero ni siquiera apareció por la noche...

El último día, cuando nos despertamos, a mí me relajó escuchar la voz de Kalafi. Como la noche anterior ni siquiera le había visto, me dio tranquilidad oírle hablar porque esa mañana tenía que venir a buscarnos su yerno con la barca para llevarnos de vuelta a Lifuka para coger la avioneta que nos llevaría de nuevo a Tongatapu. 
La barca llegó bastante más tarde de lo previsto, pero como nosotrxs ya jugábamos con la ventaja de saber cómo se las gastan en Tonga con los horarios, habíamos pedido a Kalafi que su yerno viniera antes de lo que realmente le necesitábamos sabiendo que seguro llegaría después. 
Cuando llegamos a Lifuka con la pareja austriaca (volvían a Tongatapu en la misma avioneta que Miguel y yo y esto nos dio a todxs mucha confianza porque vimos más improbable que cancelaran el vuelo por poca gente, como parece ser que es medianamente habitual), Finau nos recogió. Primero paró en la casa de cambio por necesidades de lxs austriacxs y luego fuimos al banco porque Miguel y yo necesitábamos sacar dinero. La máquina estaba rota y Miguel no pudo conseguir el dinero, pero lxs autriacxs, en una exagerada demostración de bondad, nos prestaron 200 dólares neozelandeses que les hemos devuelto en su cuenta al volver a Nueva Zelanda (ellxs también viven en Auckland). Tuvimos que dar la vuelta y regresar a la casa de cambio para convertirlos en dólares tonganos y pagar a Finau. Como todavía quedaba bastante para que saliera la avioneta y nos moríamos por comer bien de una vez por todas, nos quedamos en Pangai despidiéndonos allí de Finau. Fuimos a comer al Mariner´s Café, donde yo me conecté a Internet para escribir a mi madre y pedimos nuestra comida, confiando en una demora normal. Una hora después, cuando nuestro "taxi" estaba a punto de llegar, vi que la mujer estaba aún cortando los trozos de pimiento para nuestra pizza, así que se lo pedí take away. Se rió de mí en un tono que, sinceramente, no me gustó mucho, diciéndome que no era un vuelo internacional y que dónde me creía que iba. Yo le expliqué que en el billete ponía que teníamos que estar, como mínimo, 90 minutos antes de la salida del vuelo y que no me iba a poner a cuestionar esas reglas después de ver cómo se había quedado gente en tierra en mi única experiencia con Real Tonga, la compañía aérea, y me volví a mi mesa a esperar la comida. La mujer del taxi llegó y seguíamos sin tener nuestra comida. Le pedimos disculpas, se lo explicamos y esperó de buena gana hasta que nos dieron la comida envuelta en papel aluminio. Obviamente, llegamos al aeropuerto con tiempo de sobra, pero vivida la experiencia del primer vuelo...yo no quería jugármela. Comimos tranquilamente allí, ya sin agobios. La mujer que nos llevó al aeropuerto gracias a la gestión de Nesi (la chica que trabajaba en el Fifita's), nos cobró $10. La primera vez que hicimos ese recorrido, pero en sentido inverso, la mujer que paró a recoger a sus hijos por el camino nos había cobrado $20. Cuando esta buena mujer nos cobró $10, quedó claro que la primera nos timó. ¿Por qué? Porque cuando Morfeo, el del hotel de Tongatapu, nos hizo la reserva en el Fifita's, nos dijo que el taxi hasta allí nos costaría $10. Cuando la mujer nos dijo $20, yo le dije que nos habían dicho $10 y dijo que eran $10 por persona. Obviamente, no se lo discutimos. Pero en este segundo viaje haciendo el mismo recorrido...supimos que habíamos sufrido un timo. Creo que fue la única vez. 
Por las experiencias que hemos tenido, ha quedado claro que los precios de los taxis (llamemos taxis también a coches de particulares que hacen de taxi) para según qué trayectos están fijados. Por ejemplo, del aeropuerto de Tongatapu a Nuku'alofa son $40. Del mismo modo, nos habían dicho que del aeropuerto de Lifuka a Pangai eran $10. ¡Qué señora más espabilada! ¡Además de olvidarse de recoger a sus hijos, multiplica los precios por dos!
El caso es que nos comimos nuestra pizza aplastada y nuestros tallarines con las manos y nos las lavamos con el agua que nos quedaba en la botella porque el agua del baño no funcionaba. 
Como todo el mundo llegó antes de tiempo, sorprendentemente la avioneta salió antes de tiempo. En esta ocasión cambiaron dos cosas con respecto al primer viaje: había más turistas y menos tonganxs y se movió más...Hubo un ratito que se movió más de lo que parecía oportuno...
Esa noche, ya en Nuku'alofa otra vez, y habiendo dejado nuestras cosas en el mismo hotel donde estuvimos nuestra primera noche en Tonga, salimos a tomar algo. Miguel hizo amigos tonganos que le ofrecieron drogas.

Pasamos buena parte de nuestro último día completo en Tonga en una isla llamada Makaha'a que está cerca de Tongatapu (unos veinte minutos en barquita). Al principio, la verdad, nos desilusionamos mucho. Comparada con los sitios que habíamos visto, y atendiendo a lo que nos habían cobrado, parecía un timo. Había dos opciones: pagar sólo $20 para que te llevaran o pagar $60 teniendo derecho a snorkel, comida y kayak. A pesar de que habíamos hecho primero la reserva de $20, finalmente decidimos cambiarla porque yo no quería quedarme con las ganas de hacer snorkel y porque lo del kayak nos pareció una buena idea. Nuestro gozo en un pozo. No se podía hacer snorkel porque no cubría nada. Había varias islas cerca unas de otras y aunque parecía que estaban lo suficientemente alejadas como para no ser un problema, al final decidimos que prácticamente se podía llegar andando de una a otra de lo poco que cubría. El sitio, encima, de paraíso no tenía nada. Se nubló. Se equivocaron con nuestra comida y sólo llevaron un bocadillo vegetariano en vez de dos...Todo parecía un desastre...Pero al final nos reímos. Había una perrita y un perrito muy tiernos y delgadísimos que se pusieron muy contentos de que se hubieran equivocado al hacer nuestro bocadillo y con lxs que compartí también la sandía porque era demasiada para mí sola, ya que a Miguel no le gusta .
Cuando hicimos kayak (por lo menos es verdad que había kayaks...), yo hice el friki. Me puse bastante nerviosa porque hacía viento y no era capaz de avanzar...Si daba con los remos, sentía que sólo me quedaba fija en el mismo sitio. Si dejaba de dar con los remos, me iba para atrás...y cada vez me alejaba más de la orilla. Aunque no cubría nada, me agobié. Y hasta lloré. Menos mal que Miguel me rescató...
Después del rescate, me propuso dejarme en la orilla. Pero yo me negué a rendirme así y decidí superar mis miedos (me gustaría saber por qué me da tanto miedo el agua y más concretamente el mar) y al final me superé, logrando incluso dirigir el kayak donde me proponía. 
Seguíamos con la cosa de si habría sido un error no ir a ver ballenas...y hasta nos maldecimos por haber gastado el dinero en esa excursión en vez de invertir más para ir a ver ballenas, pero era mucho más dinero...y a esas alturas ya daba igual pensarlo. 
Al final, como digo, nos reímos. Todo era bastante cómico. Después de venir del paraíso...ahí estábamos. A ratos, y dependiendo de en qué parte de la isla estuviéramos, hacía hasta frío. Corría un viento...
Pero ya habíamos tocado fondo el día que nos terminamos las galletas húmedas y rotas. Después de habernos comido aquellas migas de galletas, nada podía ser más lamentable. 
De todos modos, decidimos que, bien mirado, el sitio era bonito.



Cuando volvimos, nos tomamos una cerveza en el mismo sitio donde habíamos comprado la que salió defectuosa el primer día y nos fuimos a duchar al hotel. 
Ya olía a final...
A pesar de que dejamos la reserva hecha para las dos últimas noches ya antes de irnos a Uoleva, cuando llegamos el día anterior nos dijeron que no tenían nuestra habitación y que nos darían una mejor ese día y que ya al día siguiente nos darían la nuestra. Lo que a priori puede parecer bueno (tener una habitación mejor por el mismo precio), en realidad era una cagada porque esa mañana, con la excursión, teníamos que salir muy pronto. Y tuvimos que levantarnos un poco antes para poder dejar todas nuestras cosas metidas en las mochilas para que pudieran cambiarlas a nuestra nueva habitación. El caso es que cuando llegamos al hotel después de la excursión, esperando encontrar ya nuestras cosas en la habitación que nos hubiesen asignado, hicieron mucho el inútil. Primero no sabían cuál era nuestra habitación, cuando lo descubrieron, no sabían dónde estaban nuestras cosas y cuando las recuperamos y nos dieron la llave de la habitación, se habían equivocado con la llave. Tuvimos que volver a bajar para cambiarla y finalmente logramos reunir número de habitación, mochilas y llave correcta. Todo un logro.
Esa noche, la última, cenamos en el mismo sitio donde lo habíamos hecho el primer día, aquel que ya nos pareció muy "primermundizado" en los inicios. Ahora, después de haber conocido la auténtica Tonga, nos parecía imposible creérnoslo.
Después de cenar, en un ataque de generosidad y ya sin tener dinero (el justo para el taxi al aeropuerto al día siguiente), decidí invitar a Miguel tomar algo tirando de tarjeta. Como estábamos en la única calle en Nuku'alofa donde los sitios parecían modernos y habíamos visto datáfonos en varios de ellos, al entrar en el que habíamos estado la noche anterior y ver que había modo de pagar con tarjeta, pedimos SIN preguntar. Error. Cuando fuimos a pagar, nos dijeron que la máquina estaba rota...Debíamos haber supuesto que eso podía pasar después de nuestras experiencias tonganas. Qué de cosas hemos aprendido para empezar en Asia...El caso es que, jodida porque la comisión en el cajero iba a ser más grande que lo que tenía que pagar por las dos bebidas, le pregunté a la tía si podía pagar con dólares neozelandeses (yo tenía como diez y Miguel otro tanto, no vayáis a creer que íbamos montadxs en el dólar). Dijo que sí, yo saqué el móvil para decirle cuántos dólares neozelandeses eran los 13 dólares tonganos que tenía que pagarle y cuando se lo dije, especificando que ese era el cambio que me habían dado el día anterior, me dice, muy fresca, que no, que le tengo que dar 13 dólares neozelandeses para pagarle los 13 tonganos. Mira si le salió bien la jugada...Pero eso nos pasó por inútiles, por no preguntar. De todo se aprende en esta vida. Al final le regateamos y le dimos 11 dólares neozelandeses.
A las 22:30 estábamos en la cama.

Nuestra última mañana en Tonga antes de volar de nuevo a New Zealand la dedicamos a despedirnos de las calles de Nuku'alofa. Volvimos al mercado donde habíamos estado el primer día, aquel donde me sorprendió que no nos miraran a pesar de ser lxs únicxs turistas, y todo me resultó más entrañable que la primera vez. Los colores de todas esas verduras, las caras de la gente y hasta el olor.
Ese día vi un cartel en el que no me había fijado la primera vez. Entre todas las normas y reglas del mercado, bajo amenaza del Ministro de Salud, quedaba claro que todo el género allí expuesto debía estar en las mejores condiciones. Eso explicaba mejor por qué todo tenía tan buena pinta...
Supongo que el Ministro no les obliga a colocar los ramos de zanahorias como si fueran flores, haciendo que cada zanahoria parezca un pétalo...



Después de este paseo, cogimos un taxi justo delante del soportal que veis en la foto de encima.
El taxista, que a juzgar por su edad quizá debería haberse jubilado ya, nos llevó haciendo una muestra de la temeridad tongana al volante por $35 a pesar de que se supone que el precio fijado son $40.
Llegamos al aeropuerto con tiempo y, finalmente, despegamos de vuelta al país en el que parece que sólo llueve.
Yo iba muerta de miedo porque llevaba la aguja en la maleta y quería conseguir meterla en Nueva Zelanda a toda costa para que un médico pudiera verla. Pasé los controles sin problemas y llegué con ella a casa. Todo fue bien. Me daba miedo que la vieran y me preguntaran qué era porque como aquí tienen una paranoia importante con que no entre nada que no tengan bajo control...De hecho, cuando entras en el país, tienes que rellenar un papel en el que te preguntan cuarenta cosas del tipo "¿traes comida? ¿traes animales? ¿restos de animales? ¿has estado en una granja en los últimos 30 días? ¿y en el bosque en los últimos 40? ¿traes botas que hayas usado en el campo? ¿has estado en contacto con animales que no sean perros o gatos domésticos? (...)". Entre toda esa ristra de preguntas, dicen que si traes cosas como huesos, plumas o conchas. Yo traía unas conchitas de la playa que pude pasar señalando que las llevaba conmigo. No hubo problemas. Pero...al final te meten hasta miedo. ¡Qué exageración! El señor de la aduana era muy simpático y me dijo "¿te gusta? ... Pues puedes pasarla".

Tonga ha sido toda una experiencia.
Ahora ya estoy preparada para empezar en Asia. Y no sabéis las ganas que tengo...
Después del paraíso, la temperatura perfecta, la paz y la tranquilidad, la vuelta a la realidad, a la rutina, al tedio, el invierno y la lluvia no están siendo fáciles.
Pero lo superaremos.
Un mes y medio.
That´s all