Como si la vida fuera una rueda que gira sobre sí misma, me hallo despierta desde las seis de la mañana, en pie a las siete, igual que me pasaba cuando llegué a New Zealand, hace ya casi un año. Entonces era por el jet lag (qué rabia me dan estos términos ingleses de los que nos hemos apropiado como si el español no fuera una lengua riquísima y capaz de expresar prácticamente todo -al menos todo lo no concerniente a nuestro mundo interior-) y, en realidad, supongo que por los nervios, el descoloque a todos los niveles, la impaciencia y hasta el miedo. Recuerdo esos primeros días en este país con una especie de ternura hacia la Míriam que fui y que vivía aquello totalmente ajena a la Míriam que hoy escribe.
Pero me voy de tema.
Hoy quiero intentar empezar la crónica de nuestras andanzas por la isla sur y no parece una tarea fácil. Después de más de 3.500 kilómetros (en la isla norte no llegamos a hacer mil, lo que hace un total de más de 4.500 kilómetros desde aquel día en el que salimos de Auckland -quién sabe si por última vez en nuestras vidas-), se me antoja complicado tratar de hacer un buen resumen. Es obvio que no pretendo hacer una crónica al detalle porque eso, tras haber visto decenas de sitios y haber vivido centenas de acontecimientos...no parece posible. Pero me gustaría, para recordarlo bien cuando los días, los meses y los años pasen y cuando detrás de mí queden los viajes por muchos otros sitios, quedarme con un balance general y con un compendio de las anécdotas más importantes.
Esta vez, en contra de lo que hice en Tonga, no he tomado una sola nota. No tenía ni tiempo, ni ganas, ni lugar.
Ahora me parece casi imposible empezar a relatar el viaje desde su comienzo. El sinfín de recuerdos y pensamientos se me presenta como un torbellino que no se deja ordenar, así que no intentaré ir de lo primero a lo último, sino que simplemente me dejaré llevar y delegaré en el azar el acierto de mis palabras. No sé si habrá hilo conductor, serán mis recuerdos. Escribir es recordar, así que supongo que todo saldrá más o menos bien.
Después de estos dieciséis días, la sensación que tengo es la de que de la isla sur han hecho una especie de parque temático, probablemente sin quererlo. Miguel usó esa expresión un día y me gustó mucho, me pareció muy acertada. Al hablar de parque temático me refiero a un lugar donde todo está pensado y organizado para disfrute del/a espectador/a o viajante. Eso no tiene por qué ser malo, no. Pero es verdad que es extraño encontrarse con esa especie de orden en el desorden que debería ser un viaje por la naturaleza, La naturaleza en sí misma es orden, nunca caos. Pero que nuestros pasos por ella puedan estar perfectamente ordenados, y además ordenados por otras personas, es extraño.
Supongo que la idea de Nueva Zelanda ha sido convertir el campo, con sus montañas, sus pájaros y sus ríos en un lugar donde sentirse tranquila y eso es, a mi modo de ver, algo raro.
La cuestión es que hemos visto sitios alucinantes...probablemente los sitios más bonitos que he visto en mi vida. Ignorando la cantidad ingente de vehículos de alquiler (especialmente campervans, caravanas y demás sucedáneos de cuatro ruedas donde vivir y dormir), el mundo parecía estar a nuestros pies.
La sensación de parque temático se veía aumentada por la impresión de que aquí no vive nadie, sólo están/estamos de paso, viajando y conociendo. La proporción de vehículos de alquiler con respecto a coches de lugareñas y lugareños es, sin miedo a exagerar, como de 20 a 1. Y eso da para pensar.
Cuando llegamos a Christchurch en avión desde la isla norte (Wellington), leí en algún lugar del aeropuerto algo así como que la superficie de la isla sur es un 33% más grande que la de su hermana del norte, pero tiene como como cuatro veces menos habitantes. Esos datos, que espero no haber manipulado por un mal recuerdo, dan una buena idea de la soledad de esta maravillosa isla.
La cantidad de lagos, montañas, ríos y cascadas que hemos visto llegó a llevarnos al punto de sentir que (a mi parecer, mucho más Miguel que yo) habíamos perdido la capacidad de sorprendernos. Los sitios que al principio nos maravillaban y extasiaban, al final seguían dejándonos con la boca abierta, pero ya no como si fuera lo más alucinante que habíamos visto en nuestras vidas, Supongo que a todo se acostumbra una...De cualquier modo, Miguel no dejó de soltar "guaus" y "ualas" en ningún momento. Es literal.
Más allá de la comparación de la isla con un parque temático, quiero recalcar y recalco que es un paraíso en la tierra. Mención especial merecen sus pájaros. Si Nueva Zelanda ha de ser recordada por un sonido, ese será el de su fauna voladora. Maravilloso. Increíble. Desde el peculiar y reconocible canto del tui, un pájaro endémico del país, hasta un sinfín de primos hermanos cuyos nombres no conozco. Sonidos geniales. Pero la fauna con alas no tiene por qué cantar celestialmente para que sienta que jamás los olvidaré. Los pukekos y los wekas, unos simpáticos pájaros que no vuelan, pero que son demasiado divertidos como para ser ignorados, se han ganado un lugar en mi corazón.
La cantidad de vacas y ovejas que hay en este país es algo que tampoco olvidaré nunca aunque, para ser completamente realista, quizá debería referirme a la cantidad de vacas y ovejas visibles que hay aquí...y con ello me refiero a que, pensando en el número de estos animales que se mueven por los pastos, y teniendo en cuenta lxs habitantes que tiene el país, en otros países como España no quiero imaginarme el ingente número que debe sufrir bajo techo para alimentar panzas de mentes que no se lo plantean. Pero esto no es una disertación sobre el veganismo y no quiero amargar(me) pensando en ello ahora. Sólo quiero hacer hincapié en que llama poderosamente la atención el número de vacas y ovejas. Dejémoslo ahí. Entrando en el capítulo de anécdotas, no puedo dejar de recordar lo que nos pasó ayer (esto no tiene orden, lo avisé). Perdidxs en una carretera cualquiera, nos paramos al lado de unas vacas que pastaban a su ritmo ignorando nuestro coche naranja. El caso es que llevábamos música puesta (los Doors, para más datos) y, de pronto, empezaron a acercarse las que teníamos más próximas y se pusieron en fila, con sus cabezas hacia la carretera, interesadas en nosotrxs o en lo que sucedía en el interior del coche. Miguel subió la música a todo lo que daba y...oh, sorpresa, empezaron a venir más y más. La estampa era digna de una foto, pero llegó un momento en que eran tantas que una foto no habría hecho justicia a lo que veíamos. No habrían cabido ni en una panorámica. Llegó un momento en que toda la valla tenía vacas puestas las unas junto a las otras con sus cabezas hacia la carretera, mirándonos fijamente con esos ojos que denotan inteligencia y alucinando con la música. Fue una experiencia muy grande, de verdad. Y sí, me dio mucho pena pensar que son seres que sienten, que tienen intereses y deseos y que estaban ahí, con una raya roja unas, otras azul, marcada en sus lomos. No sabremos qué indicaba cada marca. Pero que no, que esto no va de veganismo ni de derechos animales, ya lo sé.
Nueva Zelanda entera es maravillosa. Es un país precioso, qué duda cabe. Pero es obvio que ha habido sitios que me han cautivado especialmente. No descartaría la posibilidad de haberme visto especialmente fascinada en los comienzos del viaje, llegando a sentir al final que todo era tan increíble que no sería justo recordar los nombres de unos lugares en detrimento de otros. Pero no puedo evitar recordar con especial vehemencia algunos...Como he decidido no llevar un orden (bueno, vale, sí, más que una decisión es que no puedo hacerlo de otro modo), creo que puede ser mágico y muy bonito dejar que los nombres broten de mis entrañas. Y el primer lugar que me viene a la mente al pensar en no pensar es Kaikoura, una población ubicada en la región de Canterbury, a unos 180 km de la gran Christchurch. Ese sitio era especial de verdad. Una playa rodeada de imponentes montañas nevadas no puede dejar indiferente a nadie. No olvidaré nunca el sonido que las olas retirándose producían al mover las piedras de la playa...¡Qué gustito daba! La vida son sonidos, al menos para mí. No sé en qué lugar dejará esta afirmación a las personas que no pueden oír, pero yo (quizá también asustada por mi deteriorado sentido auditivo) adoro y admiro éste quizá por encima de otros. No lo sé. El caso es que ese sonido de piedras desplazándose por el movimiento del agua tenía un atractivo importante. Me motivó (nos motivó) muchísimo.
Ese pueblo es uno de los pocos lugares del país donde pueden avistarse ballenas, pero el día que llegamos era ya demasiado tarde, así que decidimos quedarnos a pasar la noche allí para gastarnos la fortuna que valía montarse en el (puto) barquito porque nos parecía una experiencia que merecería la pena. Además, nos habíamos quedado con la espinita clavada en Tonga, donde también pueden verse ballenas a bordo de pequeños cruceros, pero donde nosotrxs no lo hicimos, primero porque nos pareció muy caro y después (decididxs a pagar lo que valía) porque no había hueco. Todo estaba reservado. Pues debe ser que el destino ha decidido que no veamos ballenas. O quizá es simplemente que la mujer de la información turística era una perfecta inútil. La tarde que llegamos nos dijo que ya hasta la mañana siguiente nada. Pero no nos avisó de la necesidad de ser puntuales en la mañana para no quedarnos fuera. Así que cuando llegamos allí a eso de las diez de la mañana del día siguiente, nos dijo que ya no había plazas. Sentí deseos de matarla porque el día anterior había hecho amago de hacer nuestra reserva (llamó a la empresa, pero no le respondieron la llamada). Pero como matar es malo, me tuve que quedar con las ganas. Después de mucho pensar, decidimos que quedarnos un día más allí nos retrasaba demasiado, así que nos marchamos sin ver ballenas y sin matar a nadie. He decidido intentar volver durante los días que pasaremos en Christchurch haciendo nuestro segundo wwoofing. Como dan días libres, creo que me iré muy temprano por la mañana en un autobús, haré el crucerito y volveré por la tarde a Cristoiglesia.
Pero no es Kaikoura el único nombre que resuena en mi cabeza con fuerza cuando pienso en la isla sur...Tengo que hablar también de Takaka y del French Pass.
Takaka es un pueblo cerca del parque de Abel Tasman, un parque nacional que bien merece ser mencionado. Lo bueno de Takaka es que llegamos allí de casualidad, en gran medida por la inutilidad de este país a la hora de ayudar con indicaciones sobre sus caminos campestres. Buscábamos un buen acceso al Abel Tasman National Park y dejamos atrás el pueblo por el que más gente entra porque no nos quedaba claro cómo llegar desde allí a los lugares que queríamos visitar. Haciendo kilómetros y pensando que eran a lo tonto, fuimos bordeando todo el parque hasta llegar a Takaka. Pensamos que habíamos perdido el tiempo (tendríamos que deshacer nuestros pasos para irnos porque no había más carretera que la que habíamos usado para llegar) y que no había sido realmente necesario hasta que vimos el pueblo...No sabría bien cómo describir la paz que nos produjo. Era un sitio dulce, precioso, con casas de cuento y un estanque con patas y sus patitos. Beautiful, beautiful. No lo olvidaremos, estoy segura.
El French Pass es, sin duda alguna, otro lugar mágico y especial. Sin exagerar, es uno de los sitios más jodidamente alucinantes que he visto y vivido y respirado y olido en mi vida. Es un tramo estrecho y peligroso de agua que separa la isla D'Urville, en el extremo norte de la isla, de la costa continental. En un extremo está la bahía de Tasmania y en el otro, el Pelorus Sound, que lleva al estrecho de Cook. He leído por ahí que cuando se producen cambios de marea, la corriente puede ser suficientemente fuerte como para aturdir a los peces. Pero más allá de anécdotas y curiosidades o de datos técnicos o geográficos, de verdad, tengo que encogerme de gusto al recordar ese lugar...
Recorrimos 22 km de carretera de piedras (sí, esa es la peor parte de la historia; recuerdo que me puse un poco nerviosa pensando que nuestro coche no tenía pinta de estar preparado para ello, pero...la vida está para vivirla. No quiero adelantar acontecimientos, pero sí, el coche nos la jugó más de una vez) con unos acantilados alucinantes. Prados de ese verde intenso que sólo New Zealand puede ofrecer, ovejas everywhere y el mar, en toda su plenitud, abajo. El cielo, el sol, Miguel y yo. Nada ni nadie más. Excelvilloso. Estupendástico. Un lugar de ensueño. No sé si puedo describirlo bien, pero sé que mis palabras pueden evocar lo que sentí. Qué preciosidad...
A propósito de la soledad del lugar, creo que es importante recordar que, a pesar de que he hecho mención al aluvión de turistas que recibe el país, sin embargo nunca se tiene la sensación de que sobre gente. No sé si me explico...Es curioso sentir que, vayas donde vayas, al final de ese camino de mala muerte siempre hay alguien esperando. Pero no es más que un coche. O dos. Tres a lo sumo. Con gente discreta en su interior que pasa desapercibida. Es curioso también, por ejemplo, recorrer infinitos kilómetros en el medio de la nada y, a veces, al alcanzar el destino, ver que hay bastantes coches. Es curioso en la medida en que no te has cruzado con nadie en todo el camino y llegas a pensar que igual el resto de coches no han aparcado sino que han aterrizado. Nunca agobia la gente a pesar de que sientes que la hay. Pero claro, quizá es diferente en verano...No lo sabremos.
Y como parece que estoy sembrada hilando temas, a este respecto diré que lo bueno de la época del año ha sido tener la certeza de que ahora hay menos humanos, pero lo malo ha sido el tiempo...No obstante, faltaría a la verdad si dijera sólo "lo malo" y me quedara tan ancha. No sería justo. Digo "lo malo" porque es un hecho que hace frío y que llueve demasiado. Pero con todo y con eso, tengo que reconocer que hemos tenido suerte porque el frío, y sobre todo la (jodida) lluvia no nos han estropeado ningún día importante. Al final, el país de los kiwis, pájaro al que no hice referencia en el apartado de pájaros porque Miguel y yo empezamos a creer que son una leyenda campestre, se ha portado. Ha llovido justo cuando menos importaba. Nunca se vio truncada una excursión importante por su culpa. Los días que nos encontrábamos en sitios clave ante visitas clave, el tiempo nos dio una tregua. Lucky us. El frío ha sido otro tema...La idílica idea de permanecer un tiempito indeterminado, sin prisa, en algún lugar, sí se vio truncada por el (jodido) frío. Teníamos el deseo de quedarnos en algún sitio bonito, pero al final, anhelándolo y huyendo del (jodido) frío, eso nunca sucedió. La sensación de haber huido de él es inevitable. Lo hemos hecho o al menos lo hemos intentado. Porque allá donde llegábamos nos esperaba de nuevo...Sin embargo, exageraría si no dijera que también hemos visto el sol...¡y hasta hemos estado en manga corta!
De cualquier modo, como idealizar es estúpido y no quiero dar una imagen que no se corresponda con la realidad (parece que todo ha sido chachiguay porque todo era preciosoestupendo), tengo que reconocer que me ha faltado eso: tiempo para quedarme en el mismo sitio, habiéndolo visitado y visto ya, para escribir, leer o tirarme a la bartola. Hemos ido a toda leche de un sitio a otro (bueno, tampoco tanto, que cuando me pongo a exagerar no hay quien me gane) y al final, claro, nos sobró como día y medio. Fue gracioso andar vagabundeando porque ya lo habíamos visto "todo" (permítaseme la licencia; ya sé que nadie ha visto todo...) Dio gustito sentir que ya estaba todo hecho. Hemos intentado no ser lxs típicxs turistas que sienten que han de cumplir con un calendario y con una lista de sitios imperdibles (que no te puedes perder), pero al final supongo que todo el mundo peca un poco de eso y es como..."¿pero cómo no voy a ver X?". Anyway, nosotrxs no hemos visto el Mount Cook. Ala. Ya lo he dicho. Hemos pasado de uno de los must do de New Zealand. A la mierda. Somos unxs jipis que no siguen el orden establecido. Todo el mundo va al monte Cook, pero Miguel y yo no. ¿Qué pasa?
Los más de 800 dólares en gasolina (mucho más de lo que planteaba nuestro ingenuo presupuesto inicial), la mala previsión del tiempo para el último día -que era el día que podríamos habernos planteado el Mount Cook-, lo lejos que nos pillaba y lo mucho que nos desviaba de nuestro camino y hasta la cierta hartura de montes y lagos nos hicieron pasar de esa visita casi obligatoria. Es nuestro modo de hacer la revolución...¡ja! Es un atrevimiento, una osadía. Habrá quien piense que nos volvimos locxs (quizá los vientos de este país -putos vientos- nos han vuelto majaretas). Pero ya está. Qué le vamos a hacer...También cabe la posibilidad de hacerlo durante los días en Christchurch, pero sí, ya estoy haciendo demasiados planes, I know.
Milford Sound es otro de los lugares que cortan el aliento. Piopiotahi en maorí (por cierto, sí, parece verdad que hay menos maoríes en la isla sur) es un fiordo situado al suroeste de la isla que nos ocupa. Quizá es el sitio más famoso para lxs turistas y tienen un circo montao de agárrateynotemenees, pero como no es la época fuerte para el turismo, la sensación que daba la estación de barcos era la de un lugar fantasma. No quiero ni imaginarme cómo se pondrá eso en verano, pero la hilera interminable de retretes y lavabos del baño me hace suponer que debe ponerse a reventar. El caso es que durante nuestra visita apenas había gente y el embarcadero con doce muelles parecía una exageración grotesca. Hay como seis compañías diferentes ofreciendo cruceros y algunas tienen barcos de un tamaño que asusta. Pero nosotrxs nos decantamos por una pequeña compañía con un barquito muy cuqui donde sólo fuimos a bordo una familia india muy pesada que no paraba de comer, hablar, hacerse fotos y ponerse en medio, una chica de Israel, Miguel, el capitán, la ayudanta y yo. Muy familiar todo. He leído por ahí que Rudyard Kipling (El libro de la selva) dijo que Milford Sound era la octava maravilla del mundo. Este imponente fiordo está dentro del Fiorland National Park, que a su vez está dentro de Te Wahipounamu, declarado Patrimonio de la Humanidad.
Milford Sound se extiende quince kilómetros tierra adentro desde el mar de Tasmania y está rodeado de rocas escarpadas que alcanzan más de 1200 metros de altura por cada lado. Para que se me entienda, es como si un pasillo de quince km de agua del mar se metiera entre rocas hasta la tierra. Muy flipante. Hay focas, delfines y pingüinos, pero nosotrxs sólo vimos ejemplares (¡muchos!) de las primeras. Olvidé hacer mención (no sé cómo pude) a las focas que vimos en Kaikoura. Esto es lo que tiene no llevar un guión preestablecido. Pero lo añado ahora. En vez de irme a buscar dónde hablé de Kaikoura, lo cuento ahora por vaguería. Increíble, tierno y dulce. Hemos visto focas y leones marinos en libertad en múltiples ocasiones, pero la de Kaikoura fue la más especial porque estaban a escasos metros (y podían haber sido menos, pero decidimos respetar las indicaciones de no acercarse demasiado). Qué bichitos tan tiernos...Con sus bigotillos y sus caritas me recordaron a Trufi, a la que voy a abrazar hasta la asfixia el día que pueda reencontrarme con ella.
En la lista de anécdotas que reseñar están los diferentes capítulos del coche barato y las aventuras para dormir. Para empezar, he de decir que era un coche habilitado para dormir, lo que significa que la parte de atrás venía con un tablón de madera con un colchón encima y, doblando y girando los asientos de detrás, había espacio suficiente para añadir una tabla extra donde poner a su vez un colchoncillo extra que hacía que el primero llegara a tener el largo de una persona. A priori no tenía pinta de ser muy cómodo, pero lo era. No dormimos mal. Y a pesar del frío, las noches ahí, bien tapadxs no sólo con el edredón que nos dieron sino también con una de las mantas que (en un alarde de inteligencia) decidimos trasladar desde casa hasta esta isla, no fueron un horror ni mucho menos. Yo me desperté con frescor un día, no más. Así que...not too bad.
El coche venía también equipado con un camping gas (oye, qué cosa más práctica...¿cómo no sabía yo lo bien que eso funciona?) y con platos, tazas, cubiertos, una sartén y una olla...vamos, muy apañao todo. Por tener, tenía hasta un pelapatatas y unas pinzas de las que se pueden usar, por ejemplo, para servir espaguetis. Estaba muy bien. Todo era viejo y cutrecillo, pero limpio y más que suficiente para hacer pasta, ensaladas, noodles y arroz. También tenía la típica nevera azul con el asa blanca que todo el mundo ha tenido o visto que nos permitía guardar todo tipo de cosas, siendo las cervezas producto básico en ella.
Peeeero...como no todo podía salir bien teniendo en cuenta que nos decantamos por el producto más barato del mercado, una noche, en mitad de la nada (literal: el pueblo más cercano estaba a una distancia que no sabría decir con exactitud, pero que rondaría los 50 o 60 km por carreteras no muy cómodas...) y después de haber visto llover durante toda la tarde (sí, nos la pasamos en el coche, no se podía hacer nada; el campo, lloviendo, no da mucho juego y menos si diluvia), a eso de las 9, cuando el atardecer estaba dando paso a la noche, empezó a llover dentro del coche. ¿Cómo? Debía haber algún problema con la goma que une el parabrisas con el techo y el agua se filtraba por ahí, empapando el techo y chorreando dentro, especialmente por la parte del retrovisor. Esto goteaba en un salpicadero lleno de cosas electrónicas no muy nuevas y con deficiencias a la hora de confiar en su capacidad de resultar impenetrables y, más aún, también caía cerca de la palanca. El coche, automático, en vez de tener la palanca entre los dos asientos delanteros, como una palanca de marchas (otros automáticos sí la tienen ahí), la tenía a un lado del volante. Entramos en pánico, claro, porque nada de lo que hacíamos funcionaba (poner bolsas en el techo por fuera para intentar evitar que el agua pudiese penetrar, papeles por todas partes y ya, a la desesperada y viendo que las medidas retentivas no funcionaban, toallas en el salpicadero...). Se hizo de noche y la cosa no sólo no mejoraba sino que parecía ir a peor. Empezamos a pensar que no podríamos dormir porque el coche llegaría a tener demasiada agua e, insisto, lo que más nos preocupaba no era el agua en sí misma sino que pudiese romper o estropear algo...
A escasos metros, menos de un kilómetro, había un camping al que nos dirigimos para intentar encontrar un techo o un remedio. Obviamente, dadas las horas, estaba cerrado. Y de techos, ni hablar. Sólo encontramos un posible resguardo en un lugar donde nos parecía demasiado hostil meternos sin pedir permiso. Se trataba de una especie de porche previo a los baños. Después de secar con papel todo lo que pudimos y de constatar que poco a poco chorreaba menos, tuvimos que volvernos a nuestro descampado cruzando los dedos para no despertarnos con el coche inundado. Hicimos un despliegue para evitar catástrofes que incluyó incluso la lona que nos habían dado con el coche para cubrir la parte de atrás si se quiere dormir con el portón trasero abierto (eso se podrá hacer en verano, pero no sé ni para qué se molestaron en dárnoslo con estas temperaturas...). Ambxs dormimos intranquilxs y nos despertamos varias veces, linterna en mano, para comprobar que todo estaba más o menos controlado. A la mañana siguiente, a las ocho en punto estábamos llamando a la compañía en busca de una solución. Nos dijeron que lo único que podíamos hacer era ir a un taller mecánico, pero el taller más cercano estaba sesenta kilómetros en sentido contrario hacia donde nos dirigíamos. Estábamos a medio camino entre Te Anau, el pueblo del taller, y Milford Sound y teníamos reservado y pagado el crucero para ver el fiordo, así que si nos dábamos la vuelta para ir al taller, no llegaríamos a tiempo y perderíamos el dinero. La otra opción era ir al crucero aun sabiendo que eso postergaba un día la visita al taller y nadie podía asegurarnos que no fuera a llover de nuevo...Finalmente, pensando que el dinero del crucero bien valía el riesgo, nos decantamos por dejar la visita al mecánico para el día siguiente. El tipo que me atendió por teléfono era más rancio de lo que debería haber sido y cuando le dije que qué pasaba si llovía esa noche me dijo de mala manera que él me estaba dando la opción de ir a un taller ese mismo día. Vale, sí. Obviamente, la respuesta fue "no" cuando le pregunté si me devolvía él los 130 dólares del crucero. Así las cosas, nos fuimos a Milford Sound. Todo muy bonito, muy agradable, no llovió suficiente para que apenas calara y...chunchun (redoble de tambores) cuando volvíamos camino del camping donde la noche anterior habíamos buscado auxilio, esta vez para dormir ahí e ir a la mañana siguiente (as soon as possible) al taller, de repente vimos que la rueda delantera estaba más baja de lo que debiera...Yo intenté consolar a Miguel diciéndole que podía estar perdiendo aire sin más, que al día siguiente le miraríamos la presión en el taller, que blablabla...pero en el fondo, también estaba preocupada. Conduje despacio y a puntito estuve de rezar para que no pasara lo que ambxs intuíamos y temíamos. Esa noche, unas pocas horas más tarde, se confirmó: habíamos pinchado. No podíamos hacer nada más que dormir y esperar la luz del día para cambiar la puta rueda, así que otra vez pasé la noche intranquila. Por la mañana, con la inútil ayuda de unos papeles que tenían más vocabulario desconocido que conocido, cambiamos la puta rueda. La realidad es que Miguel la cambió y yo hice de soporte técnico. Pero el rato previo fue divertido porque no sabíamos cómo coño se sacaba la rueda de repuesto. Pedimos ayuda al dueño del camping porque, como digo, no entendíamos la mitad de las palabras de las instrucciones, pero él nos confirmó que dichas instrucciones eran una mierda, pues tampoco él, kiwi de pro, entendía una mierda. A ojo, probando y tocando, consiguieron adivinar cómo iba la cosa. Y luego nos dejó solxs a Miguel y a mí con el gato. Menos mal que Miguel ya había cambiado una rueda antes...Si llego a estar yo sola...
A todo esto, habíamos leído la noche anterior en los papeles del coche (de ahí parte de mi desasosiego a la hora de conciliar el sueño) que cualquier gasto derivado de problemas con lunas o ruedas debería ser pagado por nosotrxs. Ya me monté la película de que nos iban a cargar el muerto de la luna argumentando que nos habíamos metido por algún camino en mal estado que, además, nos había pinchado la rueda. Qué capacidad de imaginar argumentos...Yo debería ser novelista. A la mañana siguiente, mientras Miguel se peleaba con el gato y habiendo aportado mi granito de arena (quité el tapacubos e intenté desaflojar los tornillos sin éxito), me fui a llamar a la puta empresa de alquiler para contarles lo de la rueda y decirles que nos retrasaríamos. Se suponía que debíamos estar en el taller de 9 a 9:30, pero era obvio que eso no pasaría. Me confirmaron que lo de la luna lo cubrían ellxs, pero que la rueda sí debíamos pagarla nosotrxs. Entré en pánico pensando que una rueda de ese tamaño y en New Zealand debía ser carísima, pero después llamé a mi madre, que me tranquilizó contándome que los pinchazos, a no ser que sean muy grandes, se arreglan. Ni idea tenía.
Cuando estábamos llegando al taller, me llamaron de la empresa de alquiler para preguntarme dónde estábamos. Al parecer, la inútil con la que hablé, no había avisado de lo del pinchazo, motivo de nuestro retraso, y el mecánico, que había abierto sólo para esperarnos (era sábado), había llamado para quejarse preguntando dónde estábamos. Cuando llegamos allí, nos atendió el señor Manolo a la neozelandesa. Muy fuerte. No entendíamos una mierda de lo que decía..."Arregló" el problema de la luna con cinta americana, tal cual, diciéndonos que cuando devolviéramos el coche, deberían quitar la luna entera y pegarla bien de nuevo. Y también nos arregló el pinchazo por el módico precio de $30, así que parecía que todo quedaría como un susto y una anécdota más. Ahí estábamos felices pensando que ya nos íbamos cuando nos percatamos de que algo fallaba al intentar colocar de nuevo la rueda de repuesto. El hombre de acento imposible, pero buenas intenciones vino a ayudarnos, se tiró al suelo muy decidido pensando que terminábamos en un periquete, pero...¡no! ¡horror! Nos dijo que la pieza estaba rota y que no podía arreglarla, que tendría que cambiarla. Yo no daba crédito y no quería saber cuánto valía la puta pieza, eso si la tenía allí. La rueda iba colocada en la parte de atrás del coche, por debajo, con una especie de hierro que servía para recogerla y una tuerca que tenía salida por el maletero, desde donde se apretaba. Se tiró media hora en el suelo, con 3 en 1, haciendo ruidos raros y diciendo cosas que no entendíamos bien, pero que parecían maldiciones. Varias veces dejó caer la rueda con tanto estrépito que pareció que le había aplastado la cabeza, pero...¡finalmente lo arregló! Casi le doy un beso después del susto de pensar que tendríamos que pagar por la mierda de la pieza. Ahí sí terminó todo en una anécdota más de nuestras vidas.
Hemos pasado por muchos sitios sórdidos y hemos intentado entablar conversaciones con personas de acentos peores que el de este señor Manolo neozelandés. Buena muestra de ello es la historia que viene ahora. La última noche de nuestro viaje (antes de llegar al camping donde estamos ahora mismo haciendo nuestro primer wwoofing) nos paramos en un camping que nos pillaba de camino, ya sin ninguna prisa y deseando darnos una ducha. El sitio era, cuando menos, curioso. Todo era viejo, estaba muy sucio y se podía definir, en general, como cutre, muy cutre. Supongo que a ello contribuían actos como el de la señora que, después de cocinar, colocó los cazos tal cual en su sitio, sin fregarlos previamente. Por la noche, cuando entramos en la cocina comunitaria, nos encontramos allí con tres hombres de la Nueva Zelanda profunda, bastante borrachos, a juzgar primero por el número de botellas sobre la mesa y después por su tono, su risa y su conversación. No sé si por hospitalidad o por borrachera, se empeñaron en intentar hacer migas con nosotrxs. Y desde ese momento sé que, por más que lo intente, nunca podré decir que hablo inglés. Impresionante. No se les entendía una mierda. Eran muy, muy fuertes, dignos de ser vistos para poder entender el alcance. Orgullosos de ser del sur de la isla sur, de donde Cristo perdió la sandalia, de un lugar donde parece no haber nada, pero hay gente, tenían el acento más cerrado que haya podido imaginar yo en mi puta vida. Pero ellos, ajenos a nuestra dificultad para entenderlos, seguían hablando y gritando, empeñados en que bebiéramos whisky y ofreciéndonos cerveza y vino en su lugar cuando les dijimos que no nos gustaba el whisky. Qué remedio, al final les aceptamos el vino...¡ja! Vacilándonos por venir de Auckland (¡la gran ciudad!) y haciendo bromas machistas sobre sus vacaciones y sus mujeres cuidando el campamento (eran pescadores), pasamos un rato con ellos, intentando buscar el modo de zafarnos del encuentro. A uno de ellos puedo jurar que le entendía una palabra de cada diez o veinte, al segundo un poco más. El tercero apenas nos habló directamente a nosotrxs y de sus conversaciones personales...buah, ni hablar. No pillábamos nada.
Lo peor de todo no era que no los entendiéramos nosotrxs, era que ellos tampoco entendían apenas lo que nosotrxs intentábamos decirles. Muy frustrante a la vez que divertido todo. Surrealista. Ese fue nuestro primer (y casi espero que nuestro último) contacto con la Nueva Zelanda profunda.
Conseguimos escaparnos no sin antes tener que escuchar todo tipo de argumentos para que nos quedáramos un rato más.
A la mañana siguiente Miguel vio a uno de ellos (el que más nos había hablado) con cara de resaca y sufriendo ante una taza de café. Cuando Miguel le saludó, él puso cara de "¿y tú quién eres?". Creo que eso resume bien la situación. Experiencias.
Pienso que sería interesante también, ya para ir terminando (esto se ha escrito en varios días y empiezo a sentir que estoy perdida y que no tengo claro de qué he hablado y de qué no), hablar sobre los campsite habilitados por el DOC (Department of Conservation). Quiero declarar que son un timo. Nueva Zelanda, en esa idea de hacer negocio de lo bonito que es su país, y pretendiendo que parezca que se preocupan del bienestar de sus visitantes, ha decidido que es una buena idea cobrarte porque duermas en el (puto) campo. Como no se puede acampar gratis en ningún lado (sólo hay algunos pocos sitios habilitados -poquísimos- para caravanas de las que llevan váter y agua y todas esas cosas de gente pudiente), las dos opciones son 1. aparcar el coche en un camping -caro- o 2. aparcarlo en un DOC -más barato, pero más caro pensando en las prestaciones-. En definitiva, la idea de ahorrar en alojamiento durmiendo en el coche era buena, tal como parecía a priori, pero no tan buena, porque no contábamos con todo lo que habría que pagar por aparcar cada noche. Los camping del DOC no tenían duchas o las tenían de agua fría. Con respecto a los cagaderos...digamos que eran, básicamente, agujeros en el suelo en la gran mayoría de ellos. Nada agradable. Conclusión: finalmente nos fuimos sin pagar más de una vez...Nos sentíamos algo timadxs teniendo que meter nuestro dinero en un sobre en el medio del campo, sin nadie que supervisara y, sobre todo, sin ningún servicio a cambio de ese dinero. Entiendo que me cobren una pequeña cantidad en concepto de mantenimiento (aunque no había nada que mantener), me alegra pensar que mi dinero se puede utilizar para ayudar en la conservación de un país tan bonito, comprendo que hay cosas en las que invertir dinero...pero después de sentir que ya nos han sangrado con los impuestos trabajando en los lugares donde lxs kiwis no quieren trabajar y creyendo que tienen un buen negocio montado, en general, con lxs turistas y lxs inmigrantes...creo que sobra seguir argumentando. Sólo fueron tres días de simpa...De todos modos, igual es simplemente que soy una jipi o una antisistema, quién sabe...
Dormimos en los mencionados DOC unas cuantas noches, en camping otras tantas, y fuimos intentando combinar dos de DOC y una de camping o una y una para no estar más de dos días sin ducharnos. Somos jipis de lxs que se duchan y de lxs que lo pasan mal si tienen el pelo sucio. Pero a todo se acostumbra una, ¿eh? Las cosas como son...
Miguel dice que esta crónica se me está yendo de las manos, así que creo que voy a empezar a pensar seriamente en darla por finalizada.
En definitiva, el resumen de estos días viajando por la isla sur (después llegará la crónica de los wwoofing) es que hemos podido disfrutar de paisajes maravillosos y de lugares geniales, nos hemos enamorado de los sonidos de este país y hemos pasado un poco de frío, pero hemos encontrado el modo de reírnos y hemos disfrutado mucho.